2 de enero de 2010

Aquel lunes por la tarde, a eso de las cinco y media, una mujer se desespera en la única parada de taxis que hay a la salida de la estación de Villaverde Bajo. En la mano, al sol, centellea el plástico de una pequeña botella de agua mineral de la que bebe pequeños tragos. No puede parar quieta: pasea arriba y abajo a lo largo de la acera. A esas horas, la salida de los colegios convierte en un embudo las autovías de acceso; aún así no le queda otra opción, lleva un año comiendo de encargos como el que tiene que entregar esa tarde con la urgencia de siempre.

Para echarle pimienta a la cita, ese lunes (precisamente ese lunes) hay huelga de trenes de cercanías. En medio del atasco le dice al taxista que pare. Sale tan trompicada del coche, que está a punto de meterse bajo las ruedas de un autobús que pasa por su lado. En esta ocasión (a pesar de la prisa) se vuelve para ver la cara del conductor. Si hay una cosa en el mundo que no soporta es que la insulten. Por mucho menos, por una simple mala mirada, más de una vez ha pateado, fuera de sí, carrocerías, puertas y llantas. Lleva la rabia en la sangre desde que la vida la empujó a vivir tan lejos: en este clima y en este ambiente, seco y crispado en todos los sentidos.

Pero en esta ocasión se controla. Tiene tan sólo el tiempo justo para echar a correr y llegar en cinco minutos, los que faltan para que se cierren las verjas del Botánico.

Sin detenerse, desoyendo la voz del funcionario de uniforme, salta por encima del torno. Sus piernas vuelan en el otoño lluvioso de la tarde; se le sale una sandalia, vuelve a por ella, la recoge, se quita la otra; ni siquiera se entera que el suelo está mojado. Cuenta dos, tres, cuatro cruces de parterres gigantes. Gira a la izquierda. Se sabe de memoria el pasillo de las plantas aromáticas: lavanda, romero, tomillo…

Le falta el aliento cuando llega al lugar convenido. En el segundo banco de piedra, al pie de un inconfundible flamboyant caribeño, hay alguien sentado.

–Dios… al fin llegas –dice, nervioso, un individuo desaliñado de unos cuarenta y tantos años.

–Lo siento –susurra ella intentando que no suene a disculpa.

Tras unos instantes de incómodo silencio, el tipo le ofrece un cigarro que ella rechaza. En su lugar, mientras él hace chispear el mechero, bebe un sorbo de la botella de agua; los dos necesitan calmarse. Después, la mujer desliza el sobre a ras del banco hasta el borde del vaquero, donde el muslo del hombre se junta con la piedra.

–¿Está todo?

–Todo –responde de inmediato.

A pesar de haber repetido esa escena decenas de veces, todavía no comprende ese empeño ciego que tienen algunos hombres… esas ganas de ver su dolor reflejado en el espejo de un pozo negro (cada vez más hondo e irreversible) del que ya lo intuyen casi todo.

–¿Dónde las has hecho...? –pregunta el tipo pasando las fotos como un niño que cambia cromos de fútbol repetidos.

–¿Qué más da? –corta la mujer aparentando la frialdad que siempre le falta.

–Conozco este antro –dice él.

Ella se encoge de hombros y hace una mueca de hastío. Enseguida, temiendo que con todo aquel tobogán amargo su esfuerzo sea borrado y olvidado, pregunta con rapidez por lo suyo. La respuesta tarda unos pocos segundos, demasiados para quien vive con lo justo.

–Ya lo tienes en la cuenta que me pasaste –susurra el individuo sin desclavar los ojos de una de las fotos donde un letrero de neón (con la palabra Pul_arcito) brilla, en la noche, con la ge colgando apagada.

A la mujer le importa un pimiento quienes son estos sujetos que llegan hasta ella dejando una voz atormentada en el contestador de su móvil. Pero, como siempre, a la salida de allí, cuando se cruza con las secuoyas y vuelve la cabeza, camina mucho más deprisa… como huyendo. Más deprisa aún que aquella vez en la que tuvo que levantarse como un resorte para que un cliente –en medio de la desesperación– entendiese que había puesto la mano donde nunca sería bien recibida.

Traspasados los tornos de la entrada, el recuerdo reciente de otro rostro desencajado que tampoco pudo con tanta angustia, la hace apretar el paso. Un pálpito –algo que le brinca en el pecho– le dice que ya no está para asistir a determinada clase de finales fatalmente intuidos.

La fatiga asfixiante le llega al cabo de unos metros. Se para. Da un trago de la pequeña botella de plástico y luego va dejando rebotar la mano muerta por los barrotes de la verja en busca de aquellos ojos caídos que ha dejado fijos -del otro lado- en las hojas del suelo. Le tiene pavor a esa expresión que ya conoce de otras veces. Con la práctica, sabe ya mucho de vidas cubiertas de líquenes que, como cipreses solitarios, se citan con ella por esos caminos botánicos que mueren en Atocha.

En esta ocasión, la intuición no le falla. El sonido inconfundible de un disparo la sobresalta al pie de la Cuesta Moyano. Sólo entonces se da cuenta que está cruzando sin mirar. Con el semáforo abierto para los coches.

Se oyen dos o tres pitidos. Alguien saca la cabeza por la ventanilla y le grita algo. «Vete a la mierda», masculla arrastrando la erre entre un rechinar de dientes.

Esta vez, tampoco puede quedarse: sólo desaparecer de allí, cambiar de aires, retorcer con rabia la pequeña botella de plástico hasta volverla un churro...

Codorníu.

(Caminos que mueren en Atocha. Del libro "Reflejos en la pared de un vaso")

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14 comentarios:

TORO SALVAJE dijo...

Tienes una capacidad descriptiva que pocas veces he visto.
Te leo y la veo, los veo, es más casi los siento.
Escribes de lujo.
Te felicito.

Saludos.

Pilar Álamo dijo...

Leer tus frases, palabras y textos es como vivir y oir a los protagonistas de tus historias y a la vez se abre la imaginación a unos rostros nuevos que dejan de ser desconocidos una vez que se termina tu relato.
Quiero que este año nuevo te rodee de paz.

mangeles dijo...

Es un placer releer este escrito. Es dificil de olvidar.

Un beso enorme, Pepe

MentesSueltas dijo...

hermoso leerte, un placer...

Te abrazo
MentesSueltas

Anónimo dijo...

Jo. Cómo me ha gustado. Me has atrapado desde la primera frase y me has llevado hasta el final, casi sin respirar. Qué bien.
Feliz año nuevo

carmen jiménez dijo...

Sabía que lo había leído. He sentido una vez más el corazón palpitando mientras recorre descalza el pasillo de las plantas aromáticas, y luego el "bang" clavándose en los oídos mientras cruza entre los coches. Tu narrativa es fabulosa.
Escribir y compartir es una de las mejores maneras que se me ocurren para empezar el año.
Un beso lleno de buenos propósitos.

mera dijo...

Joder...

Isabel dijo...

Tus relatos, siempre enganchan. Un beso

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

¿Te verde? Mira he dejado de tomar café, mi cuerpo es una cafetera y voy a ser sana, un vicio ha de desaparecer, ¿hace? no está malo. Ah, ¿te he dicho feliz año? me has dejado tan encerrada en tus líneas negras que no sé cómo salir.
...Y nada ha cambiado de año pasado a éste: me fascinas cuando escribes.
¿Besos? estos creo que son sanos

Inuit dijo...

Qué bien escuchar ahora mismo esta música.Estoy como ella. Me hizo pensar en Denver, qué cosas esto de las asociaciones. Estoy escribiendo la carta a los Reyes. ¿Te pido un nuevo libro editado en papel?, pero el nombre lo tienes que inventar tú, que tú eres el hacedor de historias.
Buenos días a esta deliciosa armónica.
Inuits

PIZARR dijo...

Yo pido a las Reyes algo para ti, lo mismo que Inuit... un nuevo libro editado y publicado a poder ser de la manera tradicional, es decir para venderse en las librerías... pero como se que es dificil, me conformo si es como los dos anteriores a través de Internet.

Y es que Pepe disfruté muchísimo con tus libros.

Un abrazo y que nuestros deseos se cumplan en este año de precioso nombre.

Anónimo dijo...

Por fin, vine esta tarde y no me dejaba comentar, se abría el cuadrito bloger y quedaba todo blanco.
Qué te voy a decir Pepe, lo han dicho todos ahí arriba, eres formidable, como persona y como escritor, te admiro desde el primer día, normalmente, no me cuesta comentar sobre lo que se escribe, es así, quieras que no, para algo sirve el practicar de vez en cuando, pero tus relatos, tus textos, necesitan cuartillas para resumir lo que uno tendría que decir de lo que ha leído Pepe, es así y lo sabes, y si no lo sabes, humildemente te lo digo yo, y como quedas extasiado al leer, pues sólo salen halagos y admiración por parte de los que te leemos.
No te acabes Pepiño (y a publicar)

Maria Coca dijo...

Estupendo relato. Sabes transmitir emociones a través de descripciones repletas de vida. Me gusta mucho tu estilo. Muchísimo. Reflejos en la pared de un vaso debe ser un libro maravilloso...

Más besos.

Gregorio Omar Vainberg dijo...

Un abrazo Pepe, siempre es un gran placer leerte,
Y dime, como hacen los mortales de este lado del charco para conseguir esos libros tuyos?

Feliz año!