31 de mayo de 2008

Todavía tenemos las mochilas en consigna,
convencidos que cuando dejemos de buscar,
hallaremos.
Hasta entonces, un beso entrañable.
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Saleta, Codorníu, Chumpéter y Pepe.

22 de mayo de 2008

Pasar al ordenador una servilleta en esta taberna oscura y pequeña con el piso de tierra (y alguna losa de pizarra descolocada) es un sabor difícil de explicar. Aquí, junto a un mar de tachones, se empaña el alma a pocos metros de anónimos existencialistas populares sin buhardilla en Montmartre, rostros afilados que miran hacia la entrada en un afán ciego de labrar el tiempo con la vista. El tiempo… los recuerdos… todo aquello que quedó sin hacer, gira alrededor de cada tonel como un tiovivo donde se elaboran a pelo las propias tragedicomedias. Ante sí, unas copitas de orujo, a corazón abierto, se reúnen sin otro espejo que nuestras propias vidas.

No he podido seguir escribiendo en este entorno. Necesito… llamémosle un descanso. En el fondo, tampoco sé si es eso. Disculpadme. Estos paréntesis suelen acabar pronto, porque el agua -en su descenso- siempre encuentra salida para seguir bajando. Por eso me despido, y no me despido.
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Como dicen por aquí, parodiando a Shakespeare: "Ir, volver, esa es la pregunta".

Hasta luego,
Codorníu.

17 de mayo de 2008

Sin violentar el paso lento de las nubes, ni querer que la borrasca se quite o se ponga, se puede comparecer o desaparecer como la acción de una pieza más de un puzzle que todo el mundo entiende. Por imaginar, puede imaginar uno que sigue allí, escarbando en las rocas cuando el sol hace salir las nécoras, sin que nadie sospeche que lo que busca son servilletas de papel escritas y hechas bolas como aquellas que encontré en desconocidas tabernas de ciudad.

Para eso siempre se puede contar con un mar y un cielo juntos, aliados… los dos abiertos y amplios, haciendo de espejo uno del otro. O una brisa salada y fiel, que nunca deja de estar ahí, para ayudarnos a inventar el mundo cuando el presente niega lo que los mercados no pueden proporcionar jamás.
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- Vete a los recuerdos y rebusca igual que las gaviotas entre las redes -me aconseja Codorníu como si lo gritase desde una ventanilla camino del olvido propio.
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En su mirada, un ronco descanso palpitando. Siempre cogido del brazo de la orilla, pasea ya cansado de esculpir tiovivos con el tamborileo de la arena y los rizos sonoros del oleaje. Lo sé... podría tan sólo ser el viento del nordeste que le llena la cabeza de ruidos. Sin embargo, insiste tanto... Cuando oigo su voz confidente que me dice que quiere desaparecer entre la bruma, se me abren las arterias. El momento está tan a mano, que al lado del mar apenas se ve el agua. No sé. No sé.
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Entonces retiro la vista del teclado, levanto la copa de albariño, y gesticulo y hago el tonto... por animarle, por sacarle de esa niebla de mica que se le echa encima envolviéndolo todo. Hasta que me doy cuenta de lo que pasa en realidad, y no sé si reír, o llorar, o seguir escarbando en las rocas.
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Pepe.

12 de mayo de 2008

Sonreí al ver aquella horterada en mi cabeza. Se trataba de un sombrero marrón oscuro de peregrino con una vieira en el centro de un círculo formado por la frase Camiño de Santiago. Segundos más tarde, sin embargo, mi reflejo oscilando en las aguas del puerto me hizo sentir un escalofrío por dentro: algo me decía que el mar procesaba con perplejidad los pixeles de la imagen que me miraba desde abajo.
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Al fin, no sé cómo, saqué una voz que me sorprendió a mí mismo y, alargando una mano, pude decir en voz alta:

— No se quede ahí, suba; perdone todo esto... ayer llovió muchísimo.

Hasta ese momento no había sido consciente del barrizal, como si sólo entonces, con la llegada de una conciencia ajena, pudiera recobrar la medida colosal del caos que imperaba en mi entorno.
Para mi sorpresa no le importó, al contrario: me dio a entender que encontraba algo bello entre aquellos desórdenes naturales, y acabé por creer que una mirada cálida se posaba en mis ojos... la memoria confunde ya esas cosas que pasan y no pasan. En cambio, sí recuerdo que en la taberna rechazó una copa de Martín Códax que le ofrecí mientras hablábamos.
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— Soy hipertenso —dijo.
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— Yo también lo soy —atajé—, pero el olvido prima en esta época de mi vida.
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Me devolvió una media sonrisa que, junto a la mía, zigzagueó por la escena como una gota recién nacida que busca su camino en un cristal empañado al amanecer. En el mostrador, mi inseparable "Justine", de Durrell, me consta que escuchaba.
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— Te entiendo muy bien, sé lo que es eso —añadió con un brillo especial en la pupila— El olvido es lo único que recuerdo a veces.
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Y cogiendo la copa de mi mano, terminó aceptando el albariño y salió para regresar al espejo precioso -entre las barcas- de donde había salido.
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Codorníu.

10 de mayo de 2008

Este rodar de ciudad es un rodar diferente, impuesto; como si te llegase de fuera y se te metiese dentro del cuerpo sin control. Es un rodar que bloquea los sentidos, congela el alma, y la deja a merced de la desesperanza y de los fuertes huracanes de otra clase de soledad. Hasta los meses, en este monstruo crispado, giran al ritmo de las ruedas… Y así pasa, que aquí, la verdad verdadera (esa que no existe) camina tan perdida que no encuentra la claridad que da el tiempo para soltar los recuerdos huecos por la borda. Si acaso, alguna tarde me deja acariciar el cartoné del último libro que me pasó Saleta al despedirnos, aquel “Jacob von Gunten”, de Robert Walser, que ronda en mi memoria tan cuidadosamente dedicado.
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Y es que aquí te cruzas con la vida tan deprisa que, muchas veces, ni la reconoces. Por eso cuando reconstruyo el Atlántico en mi mente, cada día la veo -me refiero a la vida- dos o tres veces mínimo. Codorníu y Chumpéter me decían que hablo de ella como si fuese una persona más. Algo propio de poetas o de locos, y no es eso. Como las nubes, al ras del mar, ellos tienen la suerte de subir y bajar de sí mismos con soltura, hacer cosas que les gustan, conseguir no pensar... En cambio, tras los barrotes de este avispero de centros comerciales se piensa mucho: demasiado.

Y se siente. Se duele uno de como le roban lo poco que le queda, haciéndole galopar detrás de una quimera que ni siquiera es un hermoso espejismo o una mentira bien montada. Sólo cutres promesas.

7 de mayo de 2008

Saleta llegó aquí sentada en las sacas del correo aprovechando que la primavera había dejado atrás los temporales de invierno y se podía cruzar en barca hasta el puerto. Tenía su pasado, como todos los seres humanos; pero saltaba a la vista que lo llevaba descosido de pisárselo. Al menos, eso decían sus ojeras; o eso leían las mías cuando nos cruzábamos ocasionalmente por los senderos que bordeaban las escarpadas paredes de granito de los acantilados. Qué más da si, cuando nos vimos la primera vez, esos ojos me parecieron azules como el oxígeno del agua, o verdes como los viñedos de la Ribeira Sacra...
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A veces pienso en cuánto me gustaría equivocarme. Y que, perfectamente, en ese primer bosquejo, en esa sacudida inicial, tal vez fueran grises, o marrones, o negros... y que yo pusiera el resto, los molinos, las andanzas... porque ya no vivo para correr tras los pigmentos de las almas, ni tampoco persigo la interpretación objetiva de las expresiones. Sé que esta "indiana" desacoplada y tardía, además de un traje blanco de lino y un libro de Robert Musil (El hombre sin atributos) -del que no se separaba jamás-, era dueña de un baúl desvencijado, heredado de un abuelo gallego, y un estuche de mano de astrolabios de colección, casi todos llegados de Londres a través de la Guayana inglesa.

El libro me basta, aún hoy, cuando coincidimos en las fiestas, para que siga aflorando la huella de aquella primera impresión que todavía me intranquiliza. Su lectura me sugiere una respuesta que -antes que ella pregunte- me permite deslizarme como una sombra por su lado. Sin nadie que me ayude -ni yo lo pido-, llevo años luchando por desmontar su recuerdo punzante.

Quizá, simplemente, anden proyectándose en ella cosas mías, restos amontonados de más de un naufragio inconfesable, figuras que hace la espuma batida con los años...

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Codorníu.

4 de mayo de 2008

Al atardecer, las mujeres reparan redes a pocos metros. A su lado, la brisa peina y despeina las gaviotas según orientan la mirada con ellas. Tampoco las mujeres de los pescadores pueden evitar echarme una foto de reojo: saben que ando enfrascado en la reparación de algo que se resiste y observan. Sin embargo, les cuesta saltar el abismo cultural que las atenaza, y no saben bien cuánto se lo agradezco. A veces, alguna se atreve y –cuando pasa por delante– me pregunta que si no me siento muy solo. Entonces, los dibujos serpenteantes que hace la espuma a pocos metros de la mesa donde escribo, se detienen a escuchar por si hay respuesta.

Afortunadamente, la voz del mar -mecida por los años-, ha vuelto más suaves los sonidos que me rodean. Por eso callo. Porque no estoy seguro que se oiga bien lo que yo hubiera querido contestar. Puede que sea algo demasiado impreciso, ya sé. Sin embargo, no encuentro nada que mejore el silencio.

Al fondo, las barcas amarradas asoman su balanceo por detrás de un búcaro muy especial para mí: una botella de albariño casero sin etiqueta alguna. Me gustaría decirle a la mujer que me pregunta: «El encuadre es perfecto» ¿Qué más puedo expresar...? Ni siquiera consigo alejarme, hacer un óleo así sin que el pincel deje los pelos en el lienzo...
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«Codorníu admira la simpleza de ese paisaje y de esa gente, pero él no es simple», comenta La Flaca. «Igual le ocurría al joven Werther cuando fue a lo mismo a Wahlheim»
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Entre tanto, la espuma se deshace y se forma de nuevo. Tal vez con eso baste para explicarlo todo.