27 de noviembre de 2009

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Apenas tengo nada que contar. En otro tiempo, me obligaba a escribir, sacaba petróleo de cosas menores. Como cuando la secadora comenzó a hacer ese ruido de locos, hasta que descubrí que lo hacían las cremalleras de las cazadoras que Saleta se fue dejando en mi casa. Qué nimiedad, ¿a que sí? Otro día, apareció el golpe del toldo contra la barandilla de la terraza. Y otro, la antena repicando en el techo del coche, impredecible y aleatoria.
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Después, vino lo de la tablilla. Una y otra vez pisando por encima de una maderita del parquet que bailaba. Al principio, tan sólo un «clinc» seco, como el que haría la campana de madera de un dojo. Algún día contaré de qué inesperada forma llegó a mi vida esto de colocar la atención en las cosas. Sin embargo, todavía no me explico bien cómo se fue. Percibo, únicamente, la estela de un tránsito borroso y difuminado. Me refiero a borroso en la conciencia; ese logro tan fugaz y tan costoso del "darse cuenta", donde los sonidos demasiado grises no alcanzan a poder ser un ancla y se quedan tan sólo en pobres compañeros de una gestalt que nos rodea desde la sombra. En el fondo, demasiados ruidos cotidianos para retenerlos en el presente. Sobre todo por un corazón -como el mío- con el que juegan tanto los vientos del pasado.

Aunque quién sabe... Tal vez, este ego -que pilota mi ser- esté harto de dar siempre un saltito para evitar el «
clinc»...
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Codorníu.
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21 de noviembre de 2009

Una mesa detrás de una columna me oculta de las miradas de los que pasan, toman algo y salen al rato. Si ladeo la cabeza puedo ver a los otros, a los que permanecen en la barra por los siglos. La verdad es que hoy no me interesan mucho sus movimientos buscando banquetas vacías ni su charla pegajosa en torno al partido que televisan este fin de semana. Cuando se marchan todos, el tabernero (el pobre tabernero, como gusta llamarse a sí mismo) se acerca a mi rincón, ávido de otras conversaciones, y me pregunta: ¿Qué lees?

Extiendo la mano hacia él y le acerco el libro. "Son rollos filosóficos", le prevengo a la vez que observo como pasa las páginas sin prisa, deteniéndose en el tacto del papel, abriendo lentamente una sonrisa que me intriga porque siempre tiene preparada alguna ironía en la recámara. Al fin, sus labios maldeclaman (como si estuviese leyendo teatro en una tertulia de poetas) unos versos de Taigui que sus ojos "escogen" dejándose atrapar por algunas notas a lápiz que puse por el margen:

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"Vuelan luciérnagas,

y al ir a decir: <¡Mira!>,

estoy yo solo"

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No lee más. Se da la vuelta -a lo torero- y comienza a recoger unas tazas que hay por las mesas. Cuando regresa al otro lado del mostrador, le oigo cacharrear con los vasos. Yo vuelvo a abrir el libro e intento colocar de nuevo la cabeza sobre los hombros de cartoné. Sé que tiene mucho "zumo" ese haiku. Mucho. Pero ya queda poco, es casi la hora de cerrar, y no sé si compensa seguir para dejarlo a medias. Me levanto. Me pongo la chaqueta despacio. Mañana más, digo en voz alta. Él sortea el mostrador y me espera junto a la puerta. Bajará el cierre en cuanto salga. Temo el momento, y me voy acercando de puntillas. Pienso -como cada noche- si podré alcanzar la calle sin que me remate.

Al borde del escalón, cuando ya estaba casi a salvo, recibo en mi espalda el chorro de una manguera de agua helada: "¿Sabes una cosa? Uno nunca está solo; porque por h o por b siempre hay una conciencia perturbadora que lo acompaña"

Qué canalla. ¿Habría leído la dedicatoria del libro, donde Saleta había escrito hace años: P’a ti p’a siempre?

Codorníu.

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7 de noviembre de 2009

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¿Es posible más locura todavía? Una sociedad que no cuida la enseñanza, que no analiza las causas de su fracaso, que se pierde -a buenas horas- en descargar culpas en espaldas ajenas no necesita que le pronostiquen su futuro, porque su mediocridad ya existe aquí y ahora.

En mi opinión, la derrota de las banderas psicológicas de la Educación de los años setenta y ochenta fue decisiva para lograr la desmotivación del alumnado desde las más tempranas edades. Ahora veo con claridad que se trataba de desactivar aquellos brotes tiernos que todo ser humano tiene de creativo, de solidario y de ético. Un hombre, una mujer así no darían el perfil adecuado que necesita esta fábrica de locos.

Dejo aquí un enlace con aquel sueño que ningún gobierno de la democracia se atrevió a vivir.

Codorníu.
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