27 de agosto de 2013



En el fondo, todos sabemos que cada vez que se mira al pasado, tan solo puede regresar de allí una voluta de humo, una imagen mental; a veces, en raras ocasiones... una luz que suspira. 

El más importante de los personajes que hace muchos años dieron vestido, casa y comida a mis mundos internos está hoy ilocalizable. Fruto del momento social en que nos movimos por aquel entonces, el espejismo que yo conocí amaba el velo, los disfraces, lo oculto; tal vez por eso, escoge ahora seguir en aquello que tiene práctica: el sendero del coma profundo. Impredecible en su despertar, desconcertante incluso para sí misma, Saleta está fuera de control de verdad desde el día que Chumpéter y yo fuimos solos a llevar sus cenizas a Corrubedo. Aún no sé cómo se enteró ella; pero allí estaba, a cierta distancia, recortada su silueta contra los dos azules, manteniéndose a raya de la ceremonia desde una pequeña duna, fumando. Como si no fuera su propio entierro.

Corrimos ladera arriba, caímos, volvimos a caer, rodamos. Los codos y las rodillas desollados, llegamos jadeando con la boca escupiendo los minúsculos granos que hacían chirriar los dientes. Ya no estaba. De manera muy cuidadosa, sujeto con unos montones de arena, había dejado un libro de Octavio Paz, abierto boca abajo por un poema donde se encontraba subrayada esta perla...

¿La vida, cuándo fue de veras nuestra?,
¿cuándo somos de veras lo que somos?
Bien mirado no somos. Nunca somos
a solas sino vértigo y vacío,
muecas en el espejo, horror y vómito;
nunca la vida es nuestra, es de los otros,
la vida no es de nadie: todos somos
la vida.

Codorníu.