28 de noviembre de 2010

Un sobre grueso y sin remite. Dentro, aquellos renglones en tinta verde y los siete folios incompletos, irregulares. En cuatro de ellos el texto no pasaba de la mitad; algo más había en otros dos, y apenas media cuartilla en el último. Como si el resto de cada uno, guardase el sitio a algo desconocido que habría de escribirse más adelante. Cuidada, eso sí,  la letra; como dibujada por un devoto de las bellas artes. Sin firma. Sin más pistas que el papel de barba tan propio de quien valora el tacto del detalle en sus obras.

Después de comer, mientras Xéxpir trazaba aquellas líneas con ayuda del ProRealTime, volví a darle vueltas a un rostro... algo tan imposible como modelar humo inútilmente.

Decidí no enseñarle la carta. Había tantos datos de los dos que sentí que mi secreto se quedaba sin suelo; como si todo lo que habíamos vivido en aquellos días, no nos perteneciera ya a nosotros.

Sin duda nuestras vidas habían sido observadas igual que dos minúsculas gotas de agua en el portaobjetos de un microscopio. Quien fuera tenía en su mano el poder inmenso de revolverse contra los hechos, interpretarlos, tal vez volverlos a crear de manera caprichosa.

Cimbreando su corola sobre ese prado de tinta verde, quien quiera que fuese se atrevía a colocar -cual llamativas amapolas rojas- comentarios que iban desde las conversaciones apasionadas que Xéxpir hacía sobre los gráficos de octavas, hasta las pausas que yo aprovechaba para expresar mi entusiasmo por regresar a Madrid con él para vivir en la buhardilla de Lavapiés. 

Los papeles de Saleta.
Codorníu.

20 de noviembre de 2010

Las propiedades mágicas de los números aparecen por todas partes en la naturaleza. Lo nuestro no había de ser una excepción; porque, en el mayor de los secretos, la música que rellena el espacio que separa las almas destinadas a juntarse canturrea una geometría áurea, imperceptible para los amantes.

Una vez que el mar consintió que ganásemos la playa, la fiesta comenzó para nosotros al abrigo de unas rocas anaranjadas donde el sol dormitaba arrullado por la bajamar. Sólo había algo que me mantenía en guardia: aún ignoraba su nombre; un detalle importante, ya que me había propuesto no tener más relaciones con nadie de suma seis. Eso era más esencial que saber por qué Xéxpir mantenía aún la mirada perdida.  O ver como las marcas del oleaje se disponían en bellas y sorprendentes pautas de remolinos espirales. 


En seguida me di cuenta que su verdadera naturaleza era la de un tipo observador y cauto. En absoluto se atrevió a preguntarme sobre aquel tatuaje (a medio camino donde se junta la cadera con el muslo) por el que otros hombres se habían mostrado intrigados a la primera. Tan sólo lo miraba de vez en cuando, de reojo, con disimulo... sin saber que la frecuencia de vibración de su corazón era inversamente proporcional al escaso valor que le quedaba. No me dio pena, no era el único. Claves tan esenciales como los números que gobiernan los sentimientos se escapan al común de los mortales. Por eso cuando un quinto musical de su angustia regresó al dolor original ocho octavas más arriba, apenas percibió la secuencia ascendente de la escala espiral, cual sucede con la disposición de los remolinos del girasol. Sin saber la causa, sólo pudo notar cómo una sombra le velaba de nuevo el presente. 

Le salvó que para entonces ya había regresado yo del faro con una botella de albariño. 

Los papeles de Saleta.
Codorníu.
. .

12 de noviembre de 2010

Una dulce nostalgia había venido con él hasta la orilla... a despedirle... como si  allí se terminase la película común que habían rodado juntos durante más de medio siglo. No hay duda que algunas personas nacen de serie con esa pareja, y  nunca les oirá nadie quejarse de sentir un vacío aquí, por dentro del cuerpo. Aunque, cuando llega el momento, estas separaciones son, precisamente, las más dolorosas sin duda.

Xéxpir miró el reloj y se levantó las solapas de la chaqueta. Serían poco menos de las seis cuando tomó la decisión de avanzar con la mirada puesta en el horizonte. La dura arena del fondo daba estabilidad a sus pisadas; aunque no creo que fuese consciente de tantos detalles en aquellos momentos. Como mucho, lo más probable es que sintiera la frialdad del agua, tras el golpe que recibía al chocar cada ola contra sus muslos. Después, ni siquiera se daría cuenta del espectáculo en torno suyo; esa danza alrededor y por medio de sus piernas. Desde la orilla, con ayuda de la cámara, sí se captaba todo. Incluso como, a cada paso, le seguía una parada despeinando las aguas en remolinos cadenciosos: siempre la penúltima. Y esto ya es un adivinar; pero intuyo que, con  el compás de la marea, escucharía un tañido acoplado a su pulso; una señal que aún le anclase a la vida. A sus labios salinos, subía (eso no lo supongo, porque se lo oí contar en más de una ocasión) un hálito que, sin querer, musitaba una súplica. Eran unos versos del portugués Pessoa, que había cogido la costumbre de decir a diario, en voz baja, antes de salir por la puerta:

                                   Cuando uno está a la escucha,
                                   el desierto urbano se cubre de signos:
                                   las piedras dicen algo,
                                   el viento dice,
                                   la ventana iluminada,
                                   el árbol solo de la esquina dice,
                                   todo está diciendo algo,
                                   no esto que digo sino otra cosa,
                                   siempre otra cosa,
                                   la misma cosa que nunca se dice.

Cuando Xéxpir recuerda ese momento crucial de su vida siempre me habla de que tenía la sensación de estar rezando sin ser creyente. Y que esa cosa a la que se refiere el poema llegó a su manera, inesperadamente, en forma de grito, cuando alguien rompió el silencio a su espalda. Era yo, y ésa fue la vez que escogió el destino para presentarnos. Al volverse hacia mí, cuenta que encontró en mis ojos un brillo alquilado... como de haber sido feliz tan sólo en las fugacidades. Y en el fondo de la mirada, emergiendo -como a través de un periscopio- la imagen cuarteada de un corazón aplastado, el mío, yo también con el agua hasta la rodilla y la cámara colgando en el pecho, frente a frente, envueltos ambos en un silencio estoico y circular, que sólo se rompería cuando algo desatascó el cuello del reloj de arena de nuestras vidas y él accedió a desandar las olas de mi mano.

Los papeles de Saleta.
Codorníu.
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8 de noviembre de 2010

En el fondo sabemos todos que cada vez que se mira al pasado, sólo puede regresar de allí una voluta de humo. El día que conocí a Xéxpir en… bueno; qué más da... El caso es que Xéxpir ha sido uno más de los “personajes” que hace muchos años dieron vestido, casa y comida a mis mundos internos. Si decide replicarme al leer por aquí estos renglones que salpican su nombre lo comprenderé perfectamente. Hasta hoy, a mi Xéxpir, al holograma, no quise sacarle de la tranquila oscuridad del inconsciente. El otro, el de carne y hueso, existe en ese otro escenario que llaman la realidad los que buscan objetivar las cosas. Está ilocalizable, pero existe. Quizá abriendo los ojos de sorpresa en algún cíber perdido del mundo... si es que me lee. 
Aquel Xéxpir que yo recuerdo amaba la intriga, el velo, los disfraces, lo oculto: tal vez por eso escoge seguir agazapado. Un tipo impredecible, desconcertante... Incluso de sí mismo, que es como se está "fuera de control" de verdad. Fijarle unas coordenadas sería algo tan inútil como tener localizada en qué parte del cuerpo está el alma. Saleta seguro que coincide conmigo y sonríe desde sus nuevas praderas de caza. Como sabéis, Chumpéter y yo fuimos solos a llevar sus cenizas a Corrubedo. No sé cómo se enteró; pero allí estaba Xéxpir, sentado a cierta distancia, manteniéndose a raya claramente al abrigo de una pequeña duna, fumando. Como esos indios que seguían a las caravanas, desde lejos, en las películas del Oeste.
Codorníu
Codorníu..