Un sobre grueso y sin remite. Dentro, aquellos renglones en tinta verde y los siete folios incompletos, irregulares. En cuatro de ellos el texto no pasaba de la mitad; algo más había en otros dos, y apenas media cuartilla en el último. Como si el resto de cada uno, guardase el sitio a algo desconocido que habría de escribirse más adelante. Cuidada, eso sí, la letra; como dibujada por un devoto de las bellas artes. Sin firma. Sin más pistas que el papel de barba tan propio de quien valora el tacto del detalle en sus obras.
Después de comer, mientras Xéxpir trazaba aquellas líneas con ayuda del ProRealTime, volví a darle vueltas a un rostro... algo tan imposible como modelar humo inútilmente.
Decidí no enseñarle la carta. Había tantos datos de los dos que sentí que mi secreto se quedaba sin suelo; como si todo lo que habíamos vivido en aquellos días, no nos perteneciera ya a nosotros.
Sin duda nuestras vidas habían sido observadas igual que dos minúsculas gotas de agua en el portaobjetos de un microscopio. Quien fuera tenía en su mano el poder inmenso de revolverse contra los hechos, interpretarlos, tal vez volverlos a crear de manera caprichosa.
Cimbreando su corola sobre ese prado de tinta verde, quien quiera que fuese se atrevía a colocar -cual llamativas amapolas rojas- comentarios que iban desde las conversaciones apasionadas que Xéxpir hacía sobre los gráficos de octavas, hasta las pausas que yo aprovechaba para expresar mi entusiasmo por regresar a Madrid con él para vivir en la buhardilla de Lavapiés.
Los papeles de Saleta.
Codorníu.