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Qué cosas tan distintas se esperan del otoño. Para unos es fuego cromático; para otros, frío. A algunos les da alegría y calor, otros sólo suspiran y recuerdan. Unos desean conservar su pasado, otros quieren -como si pisaran sobre brasas- el olvido.
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En otoño se muere y se vive por dentro principalmente. Se quiere compartir con todo el mundo; pero, a la vez, se quiere guardar con avaricia. Hay otoños de todos los colores, para todos los gustos; y seguro que hay alguno que se parece más al que tú sientes. En eso andamos cada uno: pintando nuestro propio cuadro, donde lo subjetivo nos hermana.
Para mí es una burbuja hecha para ser explotada en voz baja, un cigarrillo a solas en un banco con los iguales acogidos a media mirada de distancia; o quizá, una taberna con público invisible. Eso también me sirve. Lo que importa es sacarlo de los libros y decirlo como quien inhala. Escuchar para adentro, porque son muchos los rumores que te contestan si eliges las mejores palabras para nombrarlo, para interpretarlo; para que no se diga sólo de una manera, como quieren algunos, los del pensamiento único y maldito. Aquél que intentó convencernos que el capitalismo era el único sistema viable, el menos malo de todos los posibles. Por el contrario, el otoño -como estado interior que es- lleva metido dentro música, pasmo y ese dudoso titilar que tienen las estrellas.
Porque además de contar palabras que caen de los árboles y pisar hojas secas, resuenan muchas otras cosas.
La canción de Serrat que Saleta adoraba, por ejemplo.
Codorníu.
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