23 de agosto de 2017


"Dulce fragancia.
  Mi cuenco de mendigar
  acepta hojas caídas".
               (Taneda Seisaku) 
            
Una alegría me llegaba desde el otro lado de la línea telefónica: Saleta volvía a Madrid. A partir de ese día, el yoga dejó de ser lo mejor que me había pasado en mucho tiempo.
 
La fui a recoger a la antigua estación del Norte. En torno a un café logré convencerla de que se quedase el tiempo necesario en mi buhardilla de Lavapiés.

Gracias a nuestras conversaciones de almohada, entró en mi vida algo nuevo, el budismo Zen. Al principio empecé a leer por curiosidad algunos libros. Luego me volqué y lo devoré todo. Su impecable "gancho" intelectual me atrapó totalmente, porque yo soy más de no "tragar" con nada si no pasa por el dedo que señala a la Luna.

Recuerdo que leía como una máquina todo lo que Saleta me recomendaba en aquellas charlas nocturnas. Una librería, próxima a la Puerta del Sol (Bohindra), podría dar fe de mis visitas cada dos o tres días, tal era mi ritmo de lectura; la mente debía estar absolutamente predispuesta a chupar literatura Zen como una esponja. Ahora sé que los itinerarios no los escoge uno, sino que todo conspira para que algo cuadre. Aún conservo de aquel periodo alrededor de cien libros.

Otra cosa fue cuando comencé a practicar la concentración en la postura. Después de intensas sesiones de meditación, mi cuerpo hizo ¡crash!; pero no fue el satori -del que tanto hablaban los maestros- sino el ciático.

A raíz de aquello tuve que recibir ultrasonidos y todo un largo etc. de reparaciones. La rehabilitación duró unos seis meses hasta dejar el cuerpo como estaba. Pero no fue un tiempo perdido, nada más lejos. Saleta me dio a entender que, de seguir esa vía con la actitud de quien persigue un logro, algo de mí rompería los puentes. Algo me faltaba, y debía adquirirlo.  No me dijo qué.

Esto del ciático debió suceder hacia mis cuarenta y pocos años. No recuerdo con exactitud, pero sería a finales de los ochenta o muy al principio de los noventa.
Codorníu.