30 de junio de 2012


A quien corresponda: 


Ha sido muy bonito. Me hubiera gustado poder decir esto -en presente- cada día de los treinta y cinco años que han pasado.

Si no lo hice, fue porque el guión retenía este momento hasta el final, en un intento loable de mantener enfocado mi corazón. De ahí que galopase las horas y los días, corriendo de clase a clase, y de clase al recreo, y vuelta a correr a clase, y reuniones, y correcciones exprés, y vacaciones, y mil rutinas y ritos más...  Ufff...

Comprenderéis mejor lo que he sentido, si os leo una cita breve del capítulo XXI de “El Principito”, que dice así:

«Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, ya desde las tres comenzaré a estar feliz. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. Al llegar las cuatro, me agitaré y me inquietaré; así descubriré el precio de la felicidad. Pero si vienes en cualquier momento, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón... Por eso es bueno que haya ritos».

Debido al enorme montón de vivencias acumuladas, no es posible -al menos a mí me  resulta complejo- detallar la gratitud que siento por este trabajo.  

Soy consciente que he sido un privilegiado; que he tenido la fortuna de disfrutar -en primera fila- de un periodo muy hermoso de la vida de nuestros chicos y chicas; y que lo he podido repetir y repetir una infinidad de ciclos, para así mejor  comprender de ellos lo obvio y lo menos obvio. Gracias, pues, a las diez mil causas por tantas y tantas señales vitales de las que he sido testigo cada día.

Han sido unos años magníficos donde ha funcionado todo esto de que os hablo, ya que la química ha sido muy generosa conmigo. Por eso, en esta tarea maravillosa el trabajo ha sido fácil; lo complicado, sencillo. Y el día a día: la realización de una película (o muchas) con todo su encanto. 

Haber disfrutado en el mundo laboral ha sido todo un lujo; un salario emocional impagable (no al alcance de la mayoría, por desgracia) que, allá donde vaya y siga por donde siga este río que me lleva, siempre permanecerá en mi memoria, con mi más sincero agradecimiento a quien corresponda.

Gracias de corazón…  por todo lo que he recibido.

Codorníu.

17 de junio de 2012


Dentro de quince días mi vida cambiará. Por fortuna, no será un giro brusco, las vacaciones de verano harán que los cambios cotidianos se aplacen. Tal vez, si me hago el tonto, hasta puede que me crea el engaño. ¿No es eso lo que nos interesa muchas veces? Tan sólo el mudo inquilino del inconsciente sabrá lo que sucede... Esperemos que deje sus rebotes en el cuerpo para más adelante. La otra parte, la que suele jugar a hacerse la sueca, no reconocerá nada nuevo hasta septiembre. Entonces, cuando llegue ese momento, os contaré cómo se vendimia de jubilado. Por ahora, acepto el autoengaño. Es lo mejor, y lo más práctico.


Ya ha llovido desde aquel día que empecé a trabajar en un banco a la edad de dieciséis años. No cuantificar con exactitud ese periodo es una forma de difuminar un trabajo que me asqueaba. Sólo la juventud dorada y la etapa histórica que me tocó vivir, hace que ahora recuerde esa década de mi vida con el cariño que no se merece la empresa que me explotó miserablemente. 

Mi pasión por las matemáticas me llevó a comenzar una ingeniería, cosa de la que no me arrepiento, aunque sólo pude llegar hasta segundo curso. Allí se cortó mi camino, ya que en adelante no había clase por la tarde, y era impensable que yo pudiera dejar de trabajar dadas las rentas familiares. Ese camino cerrado fue un revés que me impactó.

Con un verano por medio (el verano del 71) me recompuse y pasé a Económicas, donde me convalidaron varias asignaturas. Ahí hice hasta cuarto de Historia Económica. Aprendí mucho. Viví mucho. Tengo gran cantidad de recuerdos, porque era una facultad muy vital, política y socialmente hablando. Bastante distinta al mundo de las escuelas de ingenieros.


¿Por qué no terminé la carrera a falta de un curso? Eso se debe estar preguntando aún mi madre, que en paz descanse.

Mi vida era un tiovivo que seguía dando muchas vueltas a causa de una pulsión que me torturaba; que me exigía desde lo interno, en grandes titulares, salir del banco cuanto antes. Digamos que el terreno estaba abonado para que algo cruzase el cielo y sembrara un cambio de rumbo radical.

En medio de aquellos momentos desnortados, pero sumamente fértiles, aprendí por experiencia que ni mucho menos es imprescindible mirar hacia Perseo para ver las Perseidas. Las estrellas fugaces pueden aparecer, de forma inesperada, por cualquier rincón de la bóveda particular de cada uno. Únicamente hace falta que sea de noche por dentro. En mi caso, me dejaron un polvillo de plata en los labios; un nombre, una contraseña maestra con la que abrir todas las puertas: Saleta.

Codorníu.