28 de enero de 2008

El silencio, como una gran nevada...

Adoro estos días de libertad inesperada, de castigos absueltos, de obligaciones quemadas en la hoguera.
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Aprovecho y salgo a pasear, a mirar, a oler, a sentir… a jugar a ver quién se parece a mí en los escaparates, en los charcos, en los ojos del aire, o de los otros. Camino, como dice Quintín Cabrera, por ciudades que son libros que se leen con los pies; y callejeo redescubriendo detalles que tenía abandonados por la luz cegadora de la prisa.
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Recupero palabras pendientes que esperaban mi mano entre las viejas estanterías del alma emocionada, y me sorprendo del camino recorrido con estos pies de lunes que no es lunes. Sé que estoy lejos de mis hermanos, los que aprietan la mano de la fotografía. No importa, nunca estuve tan cerca: he visto una existencia que no es un espejismo. Inauguro esta primavera que aún no ha llegado, la primera terraza, las primeras caricias del sol que vuelve como ave migratoria. No estoy solo: el silencio caído como una gran nevada sobre el mundo me acoge, y juego a ser profesional del no hacer nada. Sordo, como Goya, miro a cámara lenta, giro la cabeza, encuadro, me ensimismo…

Pienso: "Podría ser cualquier otro día…" Pero yo sé que no; que éste es un lunes que no cuenta en el tiempo. Como si no estuviese. Más vivo que nunca, vuelvo a cerrar los ojos tranquilo, confiado. No tengo derecho a ser pesimista.

27 de enero de 2008

Por un arrabal oscuro de las afueras

Los hábitos son fatales. En seguida uno se acostumbra a seguir vivo, a tener salud; a que siempre haya alguien disponible para compartir unos delirios de taberna, un cine, o a tener a mano una buena colección de dudas entrañables y libros señalados con billetes de metro.
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Pero un día nos levantamos, y aquel soberbio refranero categórico se ha largado por el desagüe de la relatividad, y las reflexiones existenciales están ya camino del carajo.
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Sin saber cómo, una diáspora de sueños rotos deambula por un arrabal oscuro de las afueras, y es duro sostenerle la mirada a la noche que regresa al redil a lomos de un joven cometa. Todo huyó en un suspiro: en los ojos asoma –como mucho– una gárgola de incredulidad y asombro.

22 de enero de 2008

Tertulias de bolsas de basura abandonadas

Enero tiene una luna triangular que nos cornea incompleta. Nuestro corazón: intenso, tierno, grande, que debería estar lleno de paz y quietud, se columpia de ella compungido. En su edad plateada, se resiste al olvido: sólo es eso, y ya es mucho. Se abraza inmensamente por doquier, quiere vivir, goza, recuerda. Deambula pensativo por calles mal adoquinadas y no bien iluminadas con un caminar difícil, que tropieza con baldosas levantadas y nota como el viento helado seca sus ojos, mientras lágrimas de recuerdos caen lentamente -como copos- revoloteando hacia atrás por las patillas blancas. Hay que meterse en casa sin demora, ¿o tal vez más adentro?
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No soy muy optimista, lo sé. Y menos por la acera solitaria cargado con la bolsa de basura cada noche. De una estación que usa lentes de vieja y siempre tiene frío no espero nada bueno. Como Machado, amo la primavera. Este corazón lleno de costurones colecciona minutos, subraya instantes sin desperdicio y aprovecha para no derrochar los sustantivos que le quedan sin olvidar aún: lluvia, neblina, humedad. El calor tan humano que subyace en sus yemas se pega a sillas, mesas y paredes, y usa guantes de látex porque sabe que no hay que dejar pistas para no ser alcanzado por el olvido. Enero se encoge, y nos encoge. Empaña espejos de tanto condensarse ante ellos, y repasa las geometrías de los hules cenando entre migas de pan tiradas a los dados.
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Mientras el invierno duerme soñando o duerme despierto en el hemisferio norte, las ilusiones de los que resistimos -fuera del alcance de los mercados- deambulan por las calles vacías, usando gabardinas y paraguas confiscados a Bogart. Las noches, llenas de coches aparcados, aunque llenas aún más de sentimientos, terminan en esquinas donde hay tertulias de bolsas de basura abandonadas.
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Yo he salido a tirar la mía. Con un par.

15 de enero de 2008

Convalecencias de invierno.

Se ha fundido el halógeno de la entrada. O sea, que no se ve nada por la noche para echar los cerrojos y poner la cadena. Debería tener siempre repuestos de todo porque no sé cuando podré bajar a comprar; de paso, también necesitaría yogures: la gastroenteritis me está dejando bastante débil. En la vida, donde la realidad esencial se ofrece siempre con un lenguaje simbólico, no tendría nada de extraño que las metáforas existenciales saltasen de sus mundos a la cadena humana.

Cuando lo cambie, se lo diré a mi hijo. Cada año que pasa me cuesta más trabajo subirme a la escalera de mano. Además he notado cómo se me acorta la vista y veo peor; tal vez no me gusta lo que veo. Tendría que recoger las gafas en la óptica. Hace poco encargué un par nuevo, las dioptrías avanzan inexorablemente. También necesito un justificante para el trabajo; pero he llamado al ambulatorio y ya no daban cita para hoy. Al parecer, el virus tiene colapsadas las urgencias y su poder invasor llega hasta la atención primaria: el sábado no quedaban yogures naturales en el híper. Magnífico título para una historia de desamor mediterráneo, leída desde la cama.

Afortunadamente, el ruido de la secadora ha parado. Ahora sólo queda otro ruido de fondo: hace tiempo que la tele está puesta en mi casa de forma casi permanente. Mi padre, un anciano muy anciano, pasa el tiempo ante ella intentando no pensar que cada día es el último. Para ello se traga de forma desmedida todos los programas que le sirven a esta causa. La caja hace función de espejo, responde de manera perfecta cuando el objetivo es vivir medio ausente.
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En esta sociedad, hay mucha gente que ha renunciado a observar al observador. No son -para nada- ancianos, pero se comportan tal cual: ahí están los índices. Si eso es lo que pretendían algunos en la sombra, vamos camino de obtener unos resultados excelentes. No todo iba a ser catastrofista. Como dice una amiga mía: "No nos pasa nada especial, Pepe, sólo que nos gusta creer que sí"

13 de enero de 2008

Muere el poeta Ángel González

Esta vez de nada sirvieron los versos
que hubiera recitado Nicolás Guillén de haber vivido:
"Ángel, no mueras, te amo tanto..."
ni verse rodeado por todos los hombres de la Tierra.

La carta que estaba boca abajo,
la que todos los días era sólo una carta,
ayer fue el jeroglífico, la última adivinanza. También,
tal vez, la amarga solución en este campo de metralla.

- Tal vez.
- Pero, qué putada, al fin de la batalla...

Y no poder hacer nada.

11 de enero de 2008

Con los zapatos en la mano...

Un hombre de mi barrio, que estos días pasados supo zafarse del abrazo asfixiante de “los mercados”, contempla el mundo desde sus ojos cansados por el esfuerzo, viendo como se borra su historia, su cara y su identidad: la cosa que menos le importa. ‘A la postre, todos somos olvido’, piensa; aunque sabe que olvidamos más a aquellos que desconocemos, y más aún, a aquellos que ni se molestan en fingir reconocernos como seres humanos.
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Y es que nadie le ve y nadie quiere verle. Sin embargo, se sabe que en este océano de palabras y risas, un gentío sin alma le intentó levantar en volandas hasta la puerta de unos grandes almacenes donde, casi asfixiado, consiguió escabullirse hacia una calle tan anónima o más que él, para jugar aliviado a perseguir el eco de otras pisadas sin rumbo, mientras los semáforos iban cambiando de color en medio de la soledad estrellada.
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Cuando me lo crucé, se iba riendo con los zapatos en la mano y ese tipo de luz en la cara que sólo es posible si la llevas dentro sin que tenga que ser Navidad. Y me puse tan contento, que si yo tuviera cola, como los perros, la hubiera movido a su paso.

7 de enero de 2008

De nuevo, un barco de papel...

Hoy es el día de las devoluciones, de los cambios, de llevar a meter los bajos a los pantalones regalados. De desmontar los abetos de plástico rama por rama, de guardar las bolas, las estrellas. De enrollar los cables de las luces, las tiras de espumillón; de recoger las tarjetas con sus palabras de cariño. De devolverlo todo a su sitio, donde -embalado y subido a los trasteros- regresa a su morada inconsciente en lo oscuro.
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Prefiero no pensar demasiado. Recojo la escalera y me dejo caer en el tresillo. Cierro los ojos, cruzo las piernas, me duermo y sueño. Tal vez nunca dejé de hacerlo en estos días.
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Al despertar, miro a mi alrededor. Mis ojos giran en círculos como un barco de papel flotando en un charco de invierno... Sé que algo me falta, tengo esa sensación: falta... salir de esta locura, recoger esta cabeza de cometa que me ha puesto el consumo. Tirar del hilo, regresar a mí mismo. Descender. Ir bajando. Colgado de un racimo de globos, intentar no ser brusco. Sobre todo con uno. Despacio, muy despacio, decir: 'Lo siento, me fui por unos días'. Y terminar por preguntarme muy bajito antes que nada baladí lo impida: '¿Quién soy?, ¿Quién era hasta hace nada?'
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4 de enero de 2008

De ayer a hoy... María del Mar Bonet

Esta canción suya -que interpreta llena de fuerza, acompañada de Quilapayún- fue prohibida en 1968, hace justo ahora 40 años. Ya ha llovido desde entonces para esta mujer, enamorada de la pintura, que estudió Bellas Artes con la ilusión de ser ceramista en una isla del Mediterráneo. Impulsada por la vitalidad de su música y las circunstancias de aquellos momentos, acabó dándole la vuelta a su vida y -de paso- dando la vuelta al mundo. Antes de escucharla no te olvides de desactivar el sonido de fondo, arriba a la izquierda. Ah, y prepara la piel para la carne de gallina. Hoy, en muchos lugares del planeta, hay quién se sigue preguntando a altas horas de la noche: ¿Pero, qué quiere esta gente?

3 de enero de 2008

Nada sucedió como pensábamos...

Apenas tengo nada que contar. Muchas veces me obligo, ya lo dije hace días. Esta mañana, cuando ventilé la casa, entraba un aire helado. 'Por aquí puedo comenzar', pensé. Pero al poco tuve que levantarme del ordena y cerrar. La secadora había dejado de hacer ese ruido de locos. Con subir las cremalleras de las cazadoras se había terminado el problema. Eran ellas. Qué nimiedad. Tampoco por ahí se hacía camino al andar.
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Los regalos de Reyes. Eso es. Ahora saldré. Me faltan de comprar algunos, el de mi padre, por ejemplo. Veo que se ha levantado. El pobre, se va agotando y apenas habla. No sé qué puede sentir una persona de noventa y siete años, qué puede pensar. El pobre no da ninguna guerra. Físicamente está bien, sólo que vive envuelto en su mutismo. Hay que sacarle las palabras, los monosílabos: contesta monosílabos... me gustaría ayudarle. Ser poseedor de una experiencia inteligente, experta, certera.
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La vida a los diecisiete, a los cincuenta, a los veinticinco, a los cien. Ciclos tan diferentes como películas distintas. Vidas en las que nada sucedió como pensábamos. Y ese sabor amargo, a partir de una edad en que ya no nos creemos los sueños.
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Soñamos, sí, pero soñamos cada vez menos. Y un día lo dejamos de hacer.

2 de enero de 2008

La vida en un año contenida...

Parece sencillo, cuando hay tantos momentos a lo largo del año, poder escribir algo que lo diga todo de este periodo, que ya es una etiqueta. Sin embargo, ese pequeño detalle de elegir entre aquellas hojas que cayeron de los árboles, encoge el corazón porque la vida, con su ir y venir, pone difícil imaginar una mera palabra en una barca que ni siquiera ahora, siendo pasado, para quieta.
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Ha sido un año luchado (supongo que no he sido el único del planeta) y defendido para no perder la capacidad de asombro... También un año sufrido. Inesperadamente, porque eso siempre creemos que les sucede a los demás.
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Al mirarlo, para cerrar el último pestañeo e iniciar otro, ahí está, alejándose, reduciéndose inalcanzable como el clavel al que intenta llegar el niño del cartel del 25 de abril, con la belleza del eco de los días -eso sí- y un mínimo de huellas memorizadas para ir abriendo nuevos caminos.
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La vida en un año contenida: qué difícil. Las dudas, las certezas... Qué difícil.

1 de enero de 2008

Dicen que...

Dicen que el uno de enero hay que pensar en positivo. Utilizar ese motor de arranque para poner alas y remontar el vuelo. O al menos, traer a primer plano la intención de cambiar algo, proponérselo en serio...
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Yo lo tengo claro... Esta ciudad, mayor que muchas capitales de provincia, se trata de una ciudad incómoda, llena de prisas, crispada... como son estas aglomeraciones humanas: inhumanas.
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Dicen que ahora, lo progresista es construir en alturas. Que no hay suelo para una construcción asequible. A nosotros, los del sesenta y ocho, el corazón nos educó para pensar en lo contrario. Ahora con razones económicas quieren educarnos el corazón. Vaya mierda de futuro nos espera....
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A mí me gustaría pedir hoy, en este año que empieza, un cambio: vivir a la orilla del mar antes que se asfixie el alma que me habita; poder abrir las ventanas de este cuerpo por la mañana y encontrarme con eso, con la inmensidad, con los dos azules... para que yo pueda llevar mis ojos a lo lejos, hasta la raya. O por la noche, mirarme en el reflejo de la luna blanca sobre el agua.
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Pero qué difíciles son los cambios.
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Aunque estemos a uno de enero, la noche esté estrellada y exista eso del libre albedrío.