22 de septiembre de 2015

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Te recuerdo como eras en el último otoño.
Eras la boina gris y el corazón en calma.
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo.
Y las hojas caían en el agua de tu alma.
                      Pablo Neruda.

Quiero disfrutar de esta estación que empieza. Temo que se me acabe en un pispás, y la vida me hunda en las noches frías del córtex donde no llega la luz del corazón. Me asalta la tentación de retener el otoño para siempre y por la fuerza; suplicar que no huya de la vida cercana y cálida, de la "Piedra pequeña como tú" de León Felipe; que me mantenga lejos de las casillas infinitas de los conceptos, del fractal despiadado de la autoría culpable. 

No quiero que llegue ese pozo inerte de los inviernos con sus pupilas tristes y su mirada mate. Me chifla ir al puesto del mercado donde me reconocen y reconozco al otro, y dar muchas vueltas a la tarde hasta caer, cual derviche, con los párpados desplomados por el cansancio diario. Y en pleno duermevela, ventear esa hoja que huele a Saleta, sentirla caer a cámara lenta; soñar que me hago uno con ella y me poso cual mariposa en la madera intraducible de aquella taberna que salía en “El lobo estepario” de Hesse, donde ella me enseñó a mirar con ojos de puente que vela un cauce seco.

Codorníu.