29 de octubre de 2015

La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque, aún no ha tocado el suelo.
                     Dylan Thomas
En una de las últimas ocasiones que encontré a Saleta terminamos en la terraza del Achuri. Era un mediodía de otoño con el suelo mojado y los árboles a medio pelar. Habíamos bajado hasta Lavapiés sin escurrirnos y sin sentir el paso del tiempo, como siempre que estábamos juntos.

Aunque nunca me dijo lo más mínimo, ahora, que me van cuadrando las cosas, creo que por aquel entonces ya sabía que se iba. Delante de un gin-tonic, en un momento de intuición, le manifesté mi miedo a encontrarme solo ante el vacío. Desde aquí me parece una charla tan lejana como inexcrutable. 

Aprende a cultivar la soledad, me dijo. Es muy importante aprender a estar solo. Y tras una pausa, como si quisiera explicarse mejor, añadió: Procura pasar el mayor tiempo posible contigo mismo.

Yo no soy un tipo solitario, protesté. No valgo para eso.

Lo que digo no significa que uno deba ser solitario, sino que no debiera aburrirse en su propia compañía, dijo Saleta. En ese terreno es donde tu personalidad tiene miedo. Vaya... la tuya y la de todos.

¿Miedo? ¿Por qué?, pregunté extrañado.

Porque el personaje sabe que va a morir cuando descubra que no tiene ninguna existencia real, ya que todo lo que hay en el mundo manifestado no puede ser más que conceptual. Por eso. 

Se hizo una pausa muy grande. Quizá Saleta esperaba algo de mi parte que le diera pie para entrar en detalles. Yo me deshacía en esfuerzos sinceros por entenderla. Al cabo de un rato dijo que tenía frío, se levantó para pagar en la barra y al salir me tiró un beso desde lejos. 

Codorníu.