8 de febrero de 2015

Ante el 104º cumpleaños... ¡Felicidades papá!


El mundo da muchas vueltas. En ciento cuatro años ha dado, exactamente, treinta y siete mil novecientas ochenta y seis vueltas sobre su eje, si tenemos en cuenta los días veintinueve de febrero, y las obvias ciento cuatro alrededor del Sol. Y todo para acabar en el mismo sitio. Bien podría decirse que el mundo es gallego. Al fin y al cabo, nadie como un gallego puede enseñarnos que no hacemos sino marcharnos sin irnos del todo definitivamente; es decir, que nunca terminamos de regresar, a pesar de que pongamos nuestro verdadero empeño en eso. A la sucesión de tales rupturas incompletas y retornos inacabables hemos dado en llamarle vida. Así que, simplificando los términos de la igualdad, podemos afirmar que nadie como un gallego puede enseñarnos a vivir.

Tenemos el ejemplo claro en mi padre, en cuyo derredor nos reunimos hoy para celebrar no sólo su cumpleaños, sino su presencia y su influjo. Ha abierto los ojos en treinta y siete mil novecientas ochenta y seis mañanas, y en otras tantas noches los ha cerrado. Entre ambos gestos, ha sido testigo de siembras y cosechas, de tormentas y sequías, de la belleza y de, como escribió Rilke, su continuación: lo terrible. Demasiados años de oscuridad, de silencio impuesto y con el puño crispado, dentro del bolsillo, eso sí -no fuera alguien a sacar conclusiones-, ha visto como su Galicia se desgajaba por el mundo, trasterrado también él, y como su nación pervivía en cualquier otro lugar del planeta. Ha conocido la novedad del teléfono, del automóvil, de la radio, del cine y la televisión, del ordenador e Internet; ha levantado la vista para contemplar el vuelo de los aviones, a veces con asombro, a veces con terror, y ha sido testigo de la llegada de un hombre a la Luna. Pero mi padre no ha sido sólo testigo -siendo el de testigo, en mi particular mitología, uno de los más grandes cometidos que un hombre puede afrontar-, sino actor y autor de su tiempo, de los muchos tiempos por los que ha transcurrido y los que aún ha de transcurrir. Ha trabajado cuanto ha sido preciso para sostenerse a sí y a los suyos e intervino en la malsana guerra que aún nos aturde ejerciendo una de las más nobles labores que puedo concebir: la de sanitario restañando las heridas de los combatientes por la libertad. 

Mi padre ha recibido y entregado amor y amistad; ha saludado a los recién llegados con devoción; cuando tocó se ha despedido con dolor, con gratitud, con entereza… y ha caminado; siempre ha caminado. Su figura fue parte importante del barrio en que vivimos durante bastantes años. Un Madrid antiguo sin Pepe andando y observando a su alrededor ha sido tan inconcebible como una muralla que asoma su mampostería sin Lucio o sin El Chotis. Aún recuerdo con cierta prevención (por no decir pánico) aquellos trancos de kilómetros en julio y a mediodía a los que se aventuraba sin que yo tuviera los “argumentos” precisos para acompañarlo. Pero de él no hemos de aprender a caminar, sino cómo caminar: con firmeza y lentitud; con sinceridad y socarronería.

Cierta sentencia muy extendida nos invita a vivir cada día como si fuera el último. Dicho aforismo, además de ser falso y malintencionado, es hortera. Sólo a un tipo de cortas entendederas se le ocurre renunciar al mundo de una sentada. Prefiero la actitud de mi padre: Cada día es el primero, y aún lo es después de treinta y siete mil novecientos ochenta y seis, y a él asiste con curiosidad, con asombro; con el deseo intacto y la inteligencia dispuesta y ávida. No surgen de él comentarios vanos ni preguntas de compromiso; no hay vigilia desaprovechada ni sueño por hartazgo. Ya sabéis que si lo encontramos en una escalera no habrá dios capaz de dilucidar si sube o si baja, pero tampoco nos importará. Lo esencial es que está, que va a estar siempre, enseñándonos lo más importante: que nunca debemos dejar de aprender con una mente de principiante, que es, ni más ni menos, uno de los mejores modos de amar que existen.

¡Muchas felicidades, papá!

Codorníu.