Hablo de cuando en cuando con Saleta en mis sueños. Me basta ver como se tiñe el pelo de todos los colores con ese toque burgués que encanta mis serpientes y aquieta otras cosas absurdas que me habitan cuando cierro los ojos.
- Bastante nos hemos estrellado ya para vendernos motos -me dice.
Pero nadie
enciende ya fósforos ante las mesas de mármol en aquellas cafeterías antiguas. Entonces sí lo hacíamos: nos quemábamos las yemas, agotando
nuestras miradas frente por frente. Y a la vez, sin saberlo, nos jugábamos cuál de los dos dominaría al otro al llegar a casa: así de sencillo era lo inmediato.
En nuestra ingenuidad, pasábamos
ampliamente de los mirones que ocupaban las mesas contiguas. Íbamos hacia adelante, sin miedo. Ella, con su poderosa minifalda que precedía a los tiempos; yo, con mi estigma de inconformista en mitad de la frente para que no se me fuera a olvidar nunca de dónde venimos ni -sobre todo- a dónde vamos.
Por supuesto, no sabíamos lo que era un móvil.
Por supuesto, no sabíamos lo que era un móvil.
Codorníu.