25 de febrero de 2009

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En una de sus cartas de hace años -que juré no volver a leer mientras la cordura me asistiera- Chumpéter me escribía una frase lacónica: Tú, que la conociste antes, deberías haberme prevenido. Sus conocimientos sobre hierbas, seguía diciendo, eran algo más que un legado de aldea aprendido en un prado a orillas del Miño entre vacas. Aquellos ungüentos (sobre todo los que se ponía para las fiestas), llegados hasta hoy a través de quién sabe cuántas oscuras enseñanzas, emanaban intensos e irrefrenables aromas, efectos que tú debes conocer mejor que nadie.

Mi voluntad (en el fondo, la cartesiana matemática voluntad de un grafista de la Complutense) jamás pudo cerrar con fuerza los cajones secretos que saltaban, endebles, en su sola presencia. Saleta parecía conocer a la perfección dónde poner los dedos para que un resorte frágil hiciera saltar las puertas traseras de mi maleable sistema nervioso subliminal.
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Eso tú también debes saberlo. Si no ¿por qué bebes?
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Perdona que no concrete más; que no sepa muy bien si te hablo de los días o de las noches. Dándome la vuelta a cada paso, entre el persistente castañetear de dientes, aún no tengo claro desde cuando sentí brotar un descontrol extraño. Las carreras por la playa, frenéticas y desesperadas, tuvieron que silenciar tantas cosas (imposible ya tornarme el mismo) que, a partir de aquel día, cuando descubrí el tatuaje en la cadera, en la parte alta del muslo, supe que no hallaría ya -en ninguna escuela exotérica- una definición de libertad más absoluta que la suya.
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Codorníu.
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20 de febrero de 2009

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...Son las once de la noche, sábado. Ocupamos los cuatro lados del rectángulo de una mesa de mármol en una popular cafetería del centro de Santiago. No vamos a jugar al dominó. Tal vez, los más viejos, aún lo hagan por la mañana; sin embargo, a estas horas de la noche -cuando llegamos nosotros- la cafetería ya ha pegado su vuelco. Estamos en los setenta. Sus ojos de búho han visto de todo: citas clandestinas, sospechas, miradas insinuantes, lectura de poemas, inesperados ligues de madrugada...

Los cuatro andamos alrededor de los veinte. Es una edad muy propia para albergar expectativas. La Realidad, siempre abierta, nos espera.... No diré cual de todas nuestras necesidades es lo primordial en este momento, es innecesario. Pero a falta de lo obvio, mientras surge, todos sabemos que no es mal sucedáneo el abrigo de una buena charla: nuestro país ha sufrido un codazo repentino por el costado menos esperado, el de nuestros vecinos. La Revolución de los Claveles, el golpe de los capitanes, el 25 de abril nos ha pillado -en la foto- con la boca abierta ...
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¿Y nosotros cuándo?, rezaría en los subtítulos.

Pero esta historia no es el cartel de una película. En realidad, se trata de una noche más, de un sábado más de aquellos años. Y de unos amigos que se han reunido para hablar, para pasar del rollo de los padres, para beber hasta la madrugada. Lo nuestro: seguir haciéndonos preguntas y cascando respuestas como quien casca huevos mientras esperamos que caiga nuestra ficha en la casilla preciosa del juego de la vida, el amor. Por eso charlamos de reojo; por eso no dejamos de mirar los espejos que reflejan a los que entran y salen por la puerta giratoria; ni a las mesas, donde nuestra mirada de águila ha registrado ya a un grupo de chicas. Nos fijamos en todo: formas de vestir, cortes de pelo y libros de bolsillo cuyos títulos nos dicen que quizá esté allí ése alguien que tanto tiempo llevamos esperando... y que tal vez nos encuentre.
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Pero las horas pasan... y a los veinte años uno es tan parado, tan tímido... Claro, que parado por fuera; que por dentro tenemos esa prisa tan especial que tuvieron todos los jóvenes en el pulso; ese destello luminoso y brillante que adorna la mirada. Nuestra juventud lo va gritando a los cuatro vientos, de forma que sólo falta la chispa que incendie la escena, la que haga las veces de motor de arranque, de empujón. Y eso nunca se sabe como viene.

“¿Nos vamos a la plaza del Rocío?”, dice una chica que acaba de llegar a la mesa de al lado. Las otras, sus amigas, se ríen sorprendidas; no reaccionan. Ella espera de pie, expectante, inquieta. En medio de los "tira y afloja", nos mira. Es la señal que espera la vida, dueña absoluta de lo impermanente y lo dinámico. Nosotros también nos miramos... Percibimos el brillo que lleva escrito en la piel: algo que no miente. Suena Minor Swing... Entonces era así. Un impulso agazapado me levanta como un resorte. Sin mirar a mis amigos, me dirijo a ella y le digo que sí; que nosotros íbamos para allá, que estábamos pensando (miento) hacer eso precisamente. Al final, las chicas de la mesa contigua no se deciden. Ella sí. Pagamos al camarero. Todos trabajamos el lunes. Sabemos que es un palizón. Que sólo disponemos de un día.

En la puerta, medio destartalado, nos espera un Seiscientos cuyo capó va milagrosamente atado por unas cuerdas. Es todo lo que tenemos. Eso, y un solo carné de conducir (el mío); y un trabajo cutre propio de la edad... No importa: recontamos rápidamente el dinero, nos llega para gasolina. Nos ponemos en carretera, y en unas pocas horas cruzamos la frontera por Tui. Atravesamos una noche oscura y carente de autopistas... Aún faltarían muchos años para enterrar en el olvido las carreteras de dobles direcciones, agotadoras, plomizas... Pasamos la noche siguiendo detrás de un camión, de otro, mirando faros y más faros hasta el hipnotismo.

Un poco más allá, todavía ojerosos, legañosos, incrédulos... caminamos perpendiculares al Sol, que nos va ganando en una carrera desigual hacia el Atlántico, hacia Lisboa. Se sabe triunfador y nos está esperando cuando llegamos a la playa de Cascáis, donde ya ha amanecido. Nos quitamos las playeras, andamos por la arena hasta llegar a un chiringuito en el que desayunamos y descansamos... Sólo un sueño, tan sólo un rato corto; hora y media, si acaso... no llevamos sacos. La arena nos envuelve y el sol salta nuestros cuerpos camino de mi América; la del Sur, por supuesto.

A las diez de la mañana bajamos de un autobús e irrumpimos pletóricos en pleno centro de Lisboa, deslumbrados por la luminosidad que envuelve la plaza del Rocío. De la estatua (me vine sin saber de quién se trataba) cuelgan encaramados muchos mitineros. Ondean, enarboladas, banderas y más banderas formando increíbles composiciones de color.

A veces es tan difícil contar con palabras lo que uno siente bajo una persistente lluvia de panfletos... Son tantos los abrazos emocionados con desconocidos que cantan lo que tú cantas en tu propia tierra, mirando de reojo por si acaso...

Hacia el mediodía comemos con hambre unos bocatas en el puesto de algún partido político... ha comenzado a llover. No importa. Hablamos mucho. Con mucha gente. Bebemos. Devoramos con la vista los titulares de muchos periódicos diferentes. Cantamos todo lo que no podíamos cantar en nuestro país un número de veces incontable, mientras rodamos abrazados, agotados, roncos, por los bancos de la plaza...
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Y también ligamos en medio de ese universo... unos ligues que nos sanaron momentáneamente, que curaban hasta la próxima. Fugaces desde un primer momento... muy fugaces... Como no podía ser de otra manera.

También recuerdo que entramos a las cuatro, o así, en un cine a ver “Enmanuel” y que, en la cola, a la chica que venía con nosotros, le quitaron la cartera del bolso, y alguien dijo que era por la amnistía general que habían decretado los capitanes recién llegados. Lo dijo alguien con bigotito, como los que acabábamos de dejar al otro lado... a éste lado del Miño.

Cuando salimos (algo calentitos, por cierto, por la peli), volvimos a la Plaza del Rocío a coger un autobús para ir a la playa de Cascáis donde nos esperaba nuestro Seiscientos. Allí dentro vivimos las últimas alegrías con la chica que nos acompañaba. Como dije antes: Entonces era así.

Sobre las diez de la noche pasamos la frontera. “¿Traen café o toallas?”, nos dice el guardia civil del puesto. El amigo que va a mi lado niega con la cabeza por toda respuesta. Los demás, ni siquiera eso. No sé si estamos mudos por el impacto de lo perdido al cruzar esa raya o extenuados por las vivencias. Sólo sé que no nos salen las palabras, que no despegamos los labios en todo el trayecto, que algunos tienen la suerte de quedarse dormidos...
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Sin ponernos de acuerdo hemos tomado una sabia decisión: el silencio. Dejamos que el mundo subterráneo de cada uno ruede paralelo al coche; un silencio que se prolonga por inercia dentro del Seiscientos, parados ya, aparcados... Los recuerdos nos arropan como mantas hasta el amanecer. Estamos de nuevo ante la cafetería de las mesas de mármol de la que habíamos partido la noche del sábado. ¿Dónde está el tiempo?, nos preguntábamos con la mirada...
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(También: ¿Dónde está el tiempo hoy, ahora?, me pregunto)

Hasta que alguien dice como una voz en off: “Son ya las siete y media”. Salimos los cinco, medio atontados, a tomarnos un café con leche, con churros, allí mismo... con esas ojeras y ese desaliño. Creo recordar que al salir, de pie en la acera, nos miramos por toda despedida. Sonreímos. El sol volvía a cruzar el semáforo a nuestro lado. Éramos jóvenes y, por tanto, bellos.
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La chica que se vino con nosotros se llamaba Saleta. Ese día, la vi por vez primera.
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(Era el año 74, una semana después del golpe de los capitanes. No he comprobado la fecha exacta. Pero sé que fue entonces)
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Codorníu.

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17 de febrero de 2009

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Querido Codorníu:

Por las ventanas de cualquier ser humano siempre hallamos asomados infinidad de seres transversales. Unos, los más importantes, se quedarán mucho, mucho tiempo; como fue el caso de Chumpéter. Otros, los menos, pasarán casi fugazmente.
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Todos fueron imprescindibles a la hora de ir juntando ese mosaico que llamamos vida. Pero algunos, como una cometa rota, apenas serán capaces de quedarse en nuestra memoria colgando de un hilo, que puede ser un rostro, un nombre, o un breve acontecer que se cruza y se pierde.
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Con el tiempo, nada recordaremos salvo eso: que ahí hubo algo...
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Sin embargo, en raras ocasiones, y asociado al vértigo, surgirá una figura entre la bruma cuyo nombre no terminamos de creernos del todo; un rostro suspendido en el tiempo, donde sólo la dualidad paradógica tuvo y tendrá sentido completo.
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Como ves, en realidad, sólo quería contarte que me queda por pulir todo un ego. Y el tiempo -como el sol de invierno- trepa por una, fugazmente, y se esfuma.
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Saleta, Otra carta al azar.
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15 de febrero de 2009

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Querido Codorníu:

Sabes que he buscado refugio muchas veces en esta playa de mi noroeste que serpentea emboscada frente a la inmensidad del Atlántico a la caída de un arenal abierto al que me gusta venir en pleno invierno a contarme cosas a mí misma y a mirar para atrás siguiendo las huellas de mis pasos hasta donde me deja alcanzar la vista.

Lo ideal, ya digo, es venir en invierno juntando las dos fechas: la de ayer, por Chumpéter; la de hoy, todos los 15 de febrero, por ti. Aunque, cada uno de nuestros encuentros me cobran ese doble manjar más caro por muchas razones... cada vez por una distinta. Así que tengo que venir cuando puedo, consciente de que siempre, siempre, este refugio mío está ahí alargándome la mano con algo nuevo y sorprendente, como una madre generosa. El mejor de mis recuerdos contigo: una paella de pulpo que nos comimos en un chiringuito, en el puerto; una paella amarilla (como esas del Levante, o esas otras de los domingos familiares ya cuarteados). Preguntamos allí mismo, al terminarla: Se hace con la mitad del agua de cocer el pulpo, nos dijeron, y lleva rodajas del mismo pulpo en lugar de cigalas, chirlas, pollo, etc. Una paella atlántica, un sueño con el que tropezamos juntos; un regalo que nos hizo la playa por sorpresa; con broche y todo... Premonitoriamente, como un cierre de dominó, si se pudiese hablar así... Si se pudiese hablar...

En aquella ocasión había llegado a mi maravilla particular del mundo a eso de las once de la mañana, en pleno domingo, sin muchas esperanzas de soledad (que es lo que me gusta de ella) dado el día que era; pero, en cambio, con una chispa de confianza para con la sorpresa, para con el asombro, siempre ocultos los rescoldos de la hoguera de la vida, siempre retenida su chispa para volver a dejarme en la boca alguno de sus frutos aleatorios. No eran buenos momentos: Madrid, sabes que no es lo mío. La vida, juega mucho al Guadiana...

Bueno, sigo: el coche se puede dejar en un aparcamiento que hay a unos doscientos metros, y luego echarse a andar por unas tablillas de madera hasta tropezar con un promontorio de dunas que los organismos de la Xunta tratan de proteger de las pisadas incontroladas de las personas que andamos inconscientemente a nuestro aire. Tal vez, inconscientes como yo haya más de las que una se piensa...

Pues bien, a la salida de esas explanadas desérticas “debería” estar la playa que tantas veces había recorrido en citas anteriores conmigo misma; ocasiones especiales como ésta, desencolados los ojos y las piezas del alma. En mi mente, ya dije, no cabía la sorpresa. Tan sólo, una mínima dosis para no desorientarme definitivamente. Sin embargo, las cosas de la Naturaleza: una bruma espesa, un blanco manto sufí lo cubría todo, absolutamente todo, de forma que era imposible distinguir la línea donde se juntaba el oleaje con la arena y, mucho menos, intuir siquiera el horizonte.

Recuerdo que eché a andar, impresionada, en dirección a lo que debería ser el borde del agua. Unos metros antes de lograr ver nada, pude distinguir el murmullo del arrastre de las piedras y las conchas, borrando mis propios pasos.

Permanecí así, atravesada por un rumor intensamente sordo, los pies contra la espuma retozona, dejando que el agua enredara mis tobillos, mientras, con la mirada, buscaba –en el horizonte oculto tras una pared de algodón espesa y gris– las muchas Américas y los muchos Atlánticos de mi vida...
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(Todavía creo en ellos; pero hay que tantear a ciegas... )

Al cabo de un rato sin medida, en que tuve la suerte de vivir sintiendo lo que de atemporal tiene el propio tiempo, comencé a andar muy despacio por la orilla de esa playa ciega, y al mismo tiempo tan luminosa, tan clara, tan omnisciente. Así me fui cruzando con otros seres humanos que -de forma esporádica- surgían de la niebla a pocos metros de mí. Pude ver de cerca sus ojos iluminados por la fortuna, impresionados por el gozo. No olvidaré la expresión de las caras de esos desconocidos; tampoco la tuya... Aunque supongo que yo también llevaría garabateado el mismo mensaje que tú supiste verbalizar tan acertadamente cuando nos detuvimos al pie de la silueta borrosa del islote de Ferreira:

«Si esto existe, Saleta, nadie nos engañó. Y si en el mar hay días así, en la vida puede haber días así. Y siempre podemos contar con que, momentos similares nos estén aguardando»
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No creo que hayas olvidado ese día, a mí me ha ayudado a mantener la esperanza.
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Saleta, una carta al azar.
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12 de febrero de 2009

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«Que la vida tiene -en general- más penas y amarguras que de lo demás, no sólo fue una verdad obsoleta y pesimista, dicha por un Buda en el siglo VI a.C.
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Mi experiencia me dice que incluso los placeres y deleites más finos y elaborados se han ido transformando -con el tiempo- en esa sustancia base citada más arriba.
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Unos le llaman: karma. Otros no le llaman nada, pero ¿qué más da? El caso es que todos lo experimentamos, y eso es lo difícil de negar. Unos, lo conocerán antes; otros (los que pasan ahora por un momento dulce), después.
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En mi caso, sólo pido que no me resulte insoportable»
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Éste fue uno de los últimos papeles de Saleta. Lo sé por la fecha, tan cercana, tan actual. Y porque estaba arriba, sobre todos los folios, y cayó al suelo al abrir la maleta.
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Creo... que incluso palpitaba.
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Codorníu.
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8 de febrero de 2009

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Saber mucho de alguien lo mata todo. Al final se termina por ahogar lo que uno imaginaba. A cambio, no se obtiene una opinión más completa ni más ajustada del otro. Tan sólo se sustituyen los frutos que colgaban del árbol de nuestras mejores esperanzas, por otros que yacen en el suelo: picoteados, medio podridos, no más ciertos...

Pero no he podido negarle ese riesgo a Chumpéter que, como un potro desbocado, tropezando escaleras arriba, ha llamado esta mañana a mi puerta con golpes de víctima asustada. Cuando abrí, arrastraba dos maletas enormes, más voluminosas de lo acordado. En su mayoría, se trataba de libros y carpetas de Saleta, que acepté a condición de que no me pidiese subir a recogerlos a la casa donde había vivido ella estos últimos años.
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(Por cierto: nunca supe dónde era, y espero no saberlo; me basta -y quiero seguir así-, con la idea vaga e imprecisa que siempre tuve)

«No los quiero... No puedo... -dijo en el autocar con gravedad dramática- Echar una ojeada a sus cosas h
urgaría muy profundo en el tajo arrabalero que me recorre el corazón»

(Y me lo pidió a mí. Como si yo no lo tuviese igual de roto)

Codorníu.
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4 de febrero de 2009

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Islote de Ferreira, playa de Corrubedo, Atlántico puro. Tenebroso océano de extraño y ovalado rostro que nos mira... Ósmosis; al fondo: piel de cera azul...

Cuando tuve que acompañar a Chumpéter pasé entre las tiendas de campaña del pasado como un búho de ojos ajenos y grises. Bajo el brazo, los libros de cabecera de Saleta: Lezama Lima y Cavafis.
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Las dunas (esa serpiente de casi cinco pisos que ondea todavía con los vientos) me fueron contando las veces que pude haber subido y bajado por ellas: aún me dolían, sensuales -bajo las uñas-, las contracciones insolentes del pasado.

En mi corazón (entre fogonazos de magnesio) pude ver que estaban todavía aquellas incontables conchas recogidas, las huellas de gaviotas sesgadas en oblicuo por los pasos desnudos, la soledad querida con tus senos verde reineta imaginados; el narcisismo derivado: reflejo doloroso y cruel que me acompaña hoy en el espejo con un lazo o pajarita que nunca tuve; la melodía del faro, el puerto, sus azares... el olor inequívoco a pescado sedimentado en las aguas de un beso... incluso, los pulpos rematados en una magullada lentitud de muelle.
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Junto a las palabras susurradas, siento emerger al galope las ocasiones en que he visto las carreras de caballos por las dunas a través de tus ojos, la barbilla clavada en mi hombro, la orquesta a un lado, las bombillas, las fiestas empapadas de ternura y placer entre venas azules de pieles de veinte años...
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Trepan por las barandas -sin llamarlos- los murmullos imperceptibles de las callejuelas azuzados por ojos oscuros y brillantes; tu hermosa dentadura perfecta, los carmines de henna, el puerto... los chillidos de las gaviotas confundidas con el clímax inadvertido por nosotros mismos: los protagonistas. Y del otro lado, la embriaguez: caminante nocturno entre tantos sueños de latón vacíos...
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Quizá los ecos me engañan -me planteo- , estoy tan alejado de mi propia existencia...
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Codorníu.
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