31 de julio de 2009

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El festival de cine de terror se celebrará -como es costumbre- en la localidad de Sitges a comienzos del mes de octubre. Para esta edición me gustaría presentar un guión basado en un malestar de Mª Ángeles Cantalapiedra que puede leerse en una entrada suya que lleva por título “Las horas en que no duermo”.
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Según lo leía esta mañana, y me iba ahogando como si masticase una ristra de chiles cascabel, pensé que sabiendo manejar bien el piano y un poco la cámara, saldría adelante una cinta para ir matando de pena y angustia al espectador más preparado.
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Véase http://contartecosas.blogspot.com/, lectura recomendada para todo aquel que todavía tenga clavada en el corazón una estaca que le impida ver que el trabajo va mucho más allá de las ocho horas estipuladas. Que por debajo también se dan patadas. Y de las peores...
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Y es que no hace falta envenenarle a uno de golpe con una dosis letal que termine en instantes. En este clima laboral te traes a diario una cápsula imperceptible, pasada por alto en todos los convenios colectivos (que yo sepa), y ¡plaf!, a casita... a que te ayude la familia, el herbolario, el Insalud, el Zen...

Se trata de veneno, que -en el mejor de los casos- se queda sin computar. Luego, con valeriana o sin ella, te lo tienes que comer tú solo porque no te consuela ni dios. I
ndignante que todo eso no cuente para nada ni se ponga encima de la mesa cuando los agentes sociales se sientan a hablar de horas de trabajo, competitividad, reforma laboral, costes salariales, etc, etc.
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Todo el mundo sabe de lo que hablo. La flecha ha atravesado la manzana de un disparo certero, y dar en el clavo es parco reconocimiento. Ojalá no sea tarde cuando los trabajadores acertemos a recoger del suelo esta bandera que nunca antes los sindicatos levantaron.
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Gracias, Mª Ángeles. Nunca debimos dejar de pedalear; aunque fuese cuesta arriba.

Codorníu.

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27 de julio de 2009

En la película La costilla de Adán, Spencer Tracy y Katharine Hepburn terminan siempre su jornada laboral con un daiquirí, palabra que existía mucho antes de que la popular bebida la convirtiera en polisémica. Su acepción original nos habla de una playa próxima a Santiago de Cuba, además del nombre de una explotación minera aledaña donde un ingeniero yankee (después de mucho mezclar) encuentra una fórmula a base de ron, y la eleva a definitiva para su gusto. Corren los últimos años del siglo XIX y el ejército español no puede contener ya las oleadas de war-heroes (guar-jiros) que se les venían encima machete en mano. Entre esos libertadores, un minero con rango de capitán puso nombre al cóctel al recibirlo de su creador, el citado colega americano, en las proximidades de aquella playa.
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Al comenzar el siglo XX, la península de Florida depende administrativamente de La Habana, algo inconcebible hoy día. Es en esa época, cuando La Piña de Plata, el bar de más renombre de la ciudad, pasa a llamarse La Florida con motivo de la celebración del centenario.
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El cubano de a pie encontrará enseguida un apelativo cordial: “El Floridita”.
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En 1914 llega a la coctelería el cantinero catalán Constantino Ribalaigua Vert, natural de Lloret de Mar, quien con su máquina de moler hielo, marca Flak Mak (made in USA), consigue concretar el frappé que hoy conocemos.
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Para ello, pone el hielo en una batidora con una onza y media de ron blanco (nada de tres años, ni siete, ni otras mariconadas que se hacen por aquí: claro, como el agua clara, y punto), una cucharadita de azúcar, cinco gotas de marrasquino y el jugo de medio limón.
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(No pienso en otra cosa: hace tannnto calor…)
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Codorníu.
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24 de julio de 2009

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Cuando me tropecé con esta foto, tuve la intención inmediata de colgarla aquí mismo, a la izquierda, en esta especie de galería vertical que personaliza el blog. Aunque lo haré -pasado el tiempo-, sin embargo, esta noche, no quiero dejar pasar la ocasión de echar unas risas sanas con vosotros.

De forma que os invito a arriesgar un nombre. Cuántos más os equivoquéis, mejor. No vale adrede.

No doy más pista que la que comparece a la vista: el "pollo" estaba hecho un chaval con su uniforme de Infantería; por aquella época, también hacía la mili yo, más o menos al mismo tiempo.

Jeje... con este calor, ¿qué queréis?

Codorníu.

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22 de julio de 2009

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Cuando Yailene vio que faltaba poco para la estación, se levantó y fue dando tumbos de lado a lado del estrecho pasillo hasta llegar al cuartito que hacía las veces de lavabo. Una vez allí, sin apenas sitio para cerrar la puerta, se giró como pudo y echó una mirada al espejo. Sentía como el lento jadeo de frenadas hacía vibrar su memoria de traviesa en traviesa.
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Con el traqueteo le costó acertar con el maquillaje. En su caso, era una tarea para pulsos lejanos, enterrados bajo la arena, cerca del mar. Pero lo había hecho tantas veces cuando el inconformismo mataba sus pupilas que ahora, apagado definitivamente el fulgor de la juventud, necesitaba realzar la dulce amargura de quien ya siente que le pesan demasiados adioses.

Seguía teniendo aquellos ojos grandes que le comían media cara. Y aquellas ojeras negras como túneles, donde cualquier minero descarrilaría su vagoneta con los ojos cerrados. Sin embargo, tampoco ignoraba que ahora las brasas de su boca tenía que repasarlas de carmín para ver como la mirada de los hombres se posaba en sus labios. O soltar un par de botones de su blusa, otro fuego aventado por la mente.

Pero, ese día, cuando se paró el tren y miró el andén desde lo alto de la escalera, sólo traía abiertas en las venas aquellas vías dispuestas a recibir aliento y ternura.
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No había engañado a nadie con su carta.
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Ni siquiera Chumpéter, que recogió la maleta de sus manos, estaba ya para remover cenizas en busca de rescoldos inexistentes.
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Codorníu.

17 de julio de 2009

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Los recuerdos pueden salir a miles en el tiempo que dura medio cigarro. El otro día me ocurrió. Lo dejé sin contar, a propósito, porque no era el momento. Fue en la sala de espera de aquella estación antigua, próxima al polígono, cuando espiaba a Chumpéter mientras él -impaciente- se estiraba, ávido de saber la puerta del vagón por donde aparecería ella.
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La vía estaba vacía, podría jurarlo. Sin embargo pude oír el respingo del vapor de un tren, incluso los chirridos de las ruedas, el pitido del tipo de la banderita roja... Se trataba del correo que iba parando en cientos de estaciones por toda la meseta amarillenta. Era sábado. No el mismo cada año, pero sábado siempre.
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Mi padre, aunque ya se había convertido en un punto inapreciable, seguía en mi corazón con la mano levantada en medio del andén de la estación del Norte. Tardábamos casi un día entero en llegar a Lugo, por supuesto hacinados como los animales de las granjas actuales. Mi madre se volvía al día siguiente en el mismo tren, que daba la vuelta en Coruña: otro viaje de pie, sin apenas dormir (los asientos de madera, un lujo inaccesible); y se iba al trabajo directamente, porque ya era lunes.
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Seis o siete años tendría yo. Quizá menos.
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Codorniu.
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14 de julio de 2009

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No teniendo nada mejor que hacer, matar moscas con el rabo puede ser una opción peligrosa. Por eso los vencejos repiten su spin belenero conscientes de lo importante que es tener el tiempo ocupado. Una hora más tarde ya no vuelan. De vez en cuando tocan con sus alas en el aparato de aire acondicionado como diciendo: ¡Eh!, que no sólo en el mar los amaneceres son un lujo...
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Saber mirar, lo es todo. En palabras de Pessoa: El desierto urbano está lleno de signos.
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Desayuno temprano, con ellos, con los signos; aunque siempre sin hambre. Prefiero salir antes que el sol adopte esa mirada cruel, castigadora e insoportable, que derrite el cerebro. Hoy tenía que ir por fuerza a comprar spirulina al herbolario. Hay otro momento: un segundo desayuno, fuera de casa, en que todo lo que se come a media mañana sabe a gloria. A ello me disponía, antes de regresar, cuando vi aquel paquete de tabaco en el mostrador con el mechero encima. Su dueño, de espaldas a mí, apuraba el último sorbo de algo que ya no pude saber qué era. Me vinieron tres pensamientos en un segundo: No debe quedar casi nadie que fume Celtas con filtro. Tampoco que encienda con un Flaminaire de los años sesenta. Si además, le regala a su chica caramelos de L'Ile de Ré, debe ser un caso en peligro de extinción.
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Esto último, lo de los caramelos y la chica, no me constaba. Pero cuando me falta una pieza, me pica la curiosidad y no paro. Así que le seguí hasta donde terminan las casas y comienzan las fábricas del polígono. Por ahí me llevó a matacaballo, de calle en calle, parecía tener prisa. Para esas horas, los gorriones habían sustituido a los vencejos y describían vuelos cortos y rectos de balcón a balcón. Al llegar a la estación antigua por la que sólo pasan ya los trenes de largo recorrido, el tipo apoyó el hombro en el quicio de la puerta de la sala de espera y encendió un cigarro. Estábamos los dos solos. El aire era tan cálido que bien pudo considerarme un espejismo. Deduje que había venido a recoger a alguien.
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No le dio tiempo a consumir del todo aquel pitillo. Cuando llegó el tren, unas piernas bonitas se asomaron a la puerta del vagón casi frente por frente de nosotros. Mientras él se acercaba a bajarle la maleta me fijé en la mirada de cariño que le llegaba desde arriba como en las estampas de los místicos. A la salida, junto a la parada, un rodal de gorriones engañados vino a picotear una bolita de papel que ella tiró al aire como quien arroja un birrete. También se sumaron, despistadas, un grupo de palomas de una fuente cercana. Esperé a que montaran en el taxi. Con una palmada seca conseguí que las aves se alejasen unos metros. Paladeando ese instante con las yemas, mis dedos estiraron el papelito.
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En efecto: no me había equivocado de caramelos. Eran L'Ile de Ré.
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Codorníu.
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(No hace falta que aplaudan, no tiene ningún mérito. Se trataba de mi amigo Chumpéter)
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13 de julio de 2009

El teléfono... disculpen. La silla es del año pasado: también, disculpen. Ya tenemos día y hora para el quirófano, me lo acaban de decir. No quiero pensar en eso. Para cosas de salud, no suelo ponerme en lo peor. Aunque tal vez sea el calor que nos estamos chupando aquí, en esta áspera Meseta que tanto cantó Elisa Serna sin que nadie la recuerde.
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El mar. Alberti decía: la mar. La veo a todas horas como espejismo. En femenino. Como debemos mirar los hombres. Con una minifalda de cuero negro. ¡Cuánto la echo de menos, no saben! Hace mucho que no sonaba la tablilla del parquet, ¿recuerdan? Hoy ha vuelto a hacer “clinc”, cuando pasaba camino del único lugar donde todavía se divisa la lucha de clases en esta vieja Europa: la tienda de los chinos al final de la calle. En los días claros, allí me junto con ciudadanos del Este (así se dice) y de abajo, allén del Estrecho. También se dice así. No les entiendo casi nada a ninguno; no importa. Compartimos unas latas de cerveza y echamos unas risas. Sus camisetas con una estrella roja en el pecho acaban conmigo.
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A la vuelta, al arrancar para entrar en el mundo, se me ha jodido el “ordenata” (Lavapiés dixit). Una estrategia de esos seres diminutos de platino iridiado para boicotearme. Saben que no me apaño desde este eufemismo caledidoscópico llamado portátil que nadie lleva encima. Bajo un sudor infernal he desmontado el carrito de la compra para llevar el otro, el mío, a un sitio de ésos que te cobran un pastón por resucitarlo. Sobre todo a los "no creyentes": parece que nos huelen. El muy traidor no se lo merece por ateo; en La Habana de Hemingway lo hubieran destripado para ver los rein0s de Gulliver. Pero decidió morir en Europa: no ganaba para cubitos de hielo el muy canalla.
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Al final, tengo que poner el aire por su culpa. Me da faringitis, me he resistido, lucho contra todos en esta casa. Pero siempre pierdo. La piscina está llena de risas inconscientes. Cierro la ventana. No hay un sólo día en todo el verano que baje a esas aguas azules llenas de pises. Ya no se oyen a esas horas las voces del socorrista argentino llamando a los críos al orden. Me acuerdo de la gota de Pato. Ah, si aquí se revolcase una tormenta. Añoro las gotas del hemisferio sur, yo que me siento... como me levanto.
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Tanto planchar... Mangeles. Esta mañana, la tabla me ha dejado con la espalda en las últimas. Sin gota de grasa. Tengo que proclamarlo a los cuatro vientos con orgullo de náufrado arrastrado a la arena. Estas sábanas -con sus cuatro puntos ajustables- son un auténtico misterio del doblaje. Eso es cine de autor. Y otro, mi padre con sus largas marchas todavía. Noventa y ocho años y medio en sus espaldas. Otro sentido de la palabra espaldas. Se acaba, dice ¿Lo sabe?, pienso. No sé si es lo peor o lo mejor, me refiero a saberlo o a pensarlo. Por desgracia, ya no habrá experto informático que lo formatee. No se lo comento cada día, pero la médica me dice muy bajito: "Mañana igual ya no se te despierta". Al menos, confío que la vida nos dé algo de margen... no sé lo que daría por ello. Seguro que algo se me queda sin hablarle... Tantas veces le sorprendo empinándose –en su habitación– para darle un beso a mi madre a través del cristal...
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Están los dos muy guapos y muy jóvenes: era el día de su boda. Qué deprisa pasa todo... Me cuesta mucho ver eso sin llorar; es un acto que repite las mañanas, las tardes y las noches: tres veces. Le observo por una rendija de la puerta entreabierta. Tenía que decírselo a ustedes... Disculpen -los de aquí- el plural de mi América: las vacaciones son tan largas y el dolor es tan próximo...
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Pepe.

11 de julio de 2009

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Hay gente que es muy inteligente. Lo tiene fácil: se deja deslizar cuesta abajo por las rampas de su cerebro, y punto; otro personal es muy emocional y no puede evitar que lo dirija su corazón: ningún caso es el mío. Al no ser sobradamente inteligente ni tampoco un desparrame de pasiones, el destino no halló una barca pintada con mi nombre para pilotar con claridad un rumbo; apenas tuvo margen para saber lo que tenía que hacer en un par de contadas ocasiones. Y gracias.
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Pero encontré mi norte cuando los ojos de mi imaginación se acercaron a los suyos haciéndome sentír que "no todo" era una fantasía literaria, que los hechos son ciertos cuando se ven completos, que la vida es la unión de los opuestos. Sin embargo, aún tiemblo si me asalta la intención de escribir sobre ella. Resbalo. Siempre digo: No voy a aproximarme más a algo tan impreciso.
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Se me cansa la vista de mirar a través de las cortinas brumosas de aquello que existió y no existió a la vez.
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Quizá, eso haya sido todo: el fruto de la dualidad, el juego de Maya, lo ilusorio...
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Los ojos de un puente (sus ojos) y su reflejo en el río...
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...que los termina de dibujar al atardecer.
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Codorníu.


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8 de julio de 2009

El balcón tiene ese color gris pena de la madera muerta, reseca y carcomida. Hace tiempo que los nudos de las tablas dejaron su lugar a unos ojos vacíos y asimétricos para goce del viento. Así son también las frases que utiliza el tipo que esta noche se ha sentado en la silla que gime al contacto con el peso. El primer saludo, No te prometo nada, ha logrado engañar al vidrioso portero del córtex. Un pensamiento de incredulidad, veloz como un relámpago, le cruza por la frente, como si no reconociera sus propias palabras. Mira a un lado y a otro. Eso mismo haría cualquiera: desconfiar. A la espera de nada, más bien todo lo teme de esa cita previa que se ha dado a sí mismo. Prefiere creer que las personas como él sólo existen en las novelas. Sería un alivio. En definitiva, piensa, ninguno vamos sobrados para darle seguridades a nadie.
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Ha traído de la cocina un abrelatas oxidado, lo único que no tiró cuando acabó la mili. Con él abrirá su cabeza como si fuera un bote de conservas. Al pie de la noche inmensa, irá vertiendo el contenido pestilente (rectifico: hay de todo) de sus aguas remansadas para que se lo trague la madera sedienta. Necesita de verdad hacer borrón y cuenta nueva con todo lo que hay dentro. Si no quieres (vuelve a decirle a su invisible compañera, la noche), es mejor que no me sigas en esto. Tal vez no sea caldo lo que hallemos, e igual te me desmayas. Al final, de una forma o de otra, siempre encontramos decepciones.
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Codorníu.
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6 de julio de 2009

Al abrir el buzón se encontró un sobre sin remite, que rasgó sin la menor idea de lo que le esperaba. En el interior había unos cuantos papeles escritos con tinta verde, breves los textos, mutiladas e incompletas, las páginas.
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Llegaban hasta la mitad; a lo sumo, tres cuartos de folio, la letra muy cuidada.
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Una primera reflexión, al principio de la lectura, le hizo pensar a Saleta en alguien del entorno, pasado de vueltas. Pero imaginarse un carácter, un rostro, unos hábitos de conducta... fue modelar humo inútilmente.
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Había tantos datos de los dos que, al terminar los folios, Saleta sintió que se quedaba sin suelo; como si todo lo que habíamos vivido en aquel periodo de la vida, no fuera sólo nuestro, me dijo; o, al menos, no nos perteneciese únicamente. Quien fuera destejía los años renglón por renglón, fila por fila, como hacían las Penélopes del pueblo con los jerséis de lana. En su mano: el poder inmenso de decidir sobre los hechos y el olvido.
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Aquellos encuentros, que tanto habíamos protegido (huyendo de Madrid) de las miradas ajenas, se iban entrechocando ahora sobre ese prado de tinta verde, como gaviotas disputándose las embarcaciones que entraban y salían del puerto.
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Codorníu.
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