31 de enero de 2010

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No es esto compañeros, no es esto
por lo que murieron tantas flores,
por lo que lloramos tantos anhelos.
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Quizás debamos ser valientes de nuevo
y decir: No, amigos, no es esto.

No es esto, compañeros, no es esto;
ni palabras de paz con barrotes
ni el comercio que se hace
con nuestros derechos,
derechos que son nuevos barrotes
bajo forma de leyes.

No es esto, compañeros, no es esto;
nos dirán que hace falta esperar.
Y esperamos,
bien es cierto que esperamos.
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Es la espera de los que no nos detendremos
hasta que no sea preciso decir: No es esto.

(Lluís Llach, "Companys, no és aixó")
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29 de enero de 2010

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Aumenta la edad de jubilación hasta los 67 años y se endurecen los tiempos cotizados para poder acceder a una pensión digna, que cada vez lo será menos; asistimos a un retroceso social sin precedentes, un giro cruel a contramano de la Historia.

Las medidas contentarán a los mercados financieros (los auténticos responsables de este calvario), porque esta Europa hace tiempo que se entregó a ellos y se olvidó de las personas de carne y hueso.
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Qué lástima que esta sociedad no tenga a mano un sueño para seguir avanzando; que no se busquen otras soluciones que no sean mantener a los ancianos en los andamios o a los maestros sirviendo de befa a una juventud desnortada.

Por si había alguna duda, ya queda claro quién va a pagar los platos rotos. Los escritos de Orwell han dejado de ser utopías y en el siguiente paso (con la próxima vuelta de tuerca), tal vez alguien sostenga que es mejor hacer leña de los barcos varados.
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No sé si quiero estar aquí para verlo.

Codorníu.
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28 de enero de 2010

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El 30 de enero se celebra el Día Escolar de la No Violencia y la Paz (DENIP), en recuerdo de Gandhi.

En los países con calendarios escolares del hemisferio sur la jornada se conmemora el 30 de marzo.

Yo he querido recordarlo con este poema de Bertolt Brech, musicado por Adolfo Celdrán, que podéis escuchar a la par.

En su día, el LP llevó por título: "Silencio", y se publicó en 1969.


Otra vez se oye hablar de grandeza
(Ana, no llores)
El tendero nos fiará.

Otra vez se oye hablar del honor
(Ana, no llores)
No podemos comer ya.

Otra vez se oye hablar de victorias

(Ana, no llores)

A mí no me tendrán.

Ya desfila el ejército que parte
(Ana, no llores)
Ya desertarán.

General, tu tanque es poderoso
aplasta a cien hombres y arrasa el pinar.
General, pero tiene un defecto:
necesita un hombre que lo pueda guiar.

General, tu avión es muy potente
Vuela como tormenta y destruye la ciudad.
General, pero tiene un defecto:
necesita un hombre que lo pueda pilotar.

General, el hombre es muy útil,
puede volar... puede matar.
General, pero tiene un defecto:


puede pensar... puede pensar...


Ana: eran otros tiempos. No sé si este hombre del que se habla, existe ya hoy en día.

Codorníu.

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26 de enero de 2010

Las palabras me dictan su fragancia, oh paradoja, cuando estoy próximo a una languidez anunciada. Las de Adriano (de la mano de la Yourcenar, sentado en aquellas escaleras de piedra, donde de joven mendigué a la guitarra otro mundo posible), se deshacen por convencerme para vivir sin dioses.

(Para no darle la espalda al dolor a pelo hay que estar abierto al blanco y negro y sentirlo. En esta foto de mi amiga Made, por ejemplo, se destila el inmenso vacío de los que no tenemos asas. El espejo húmedo y gris, por único suelo, nos acoje resbalando en la noche...)

La última pulsación, detenida entre tanto silencio y tanta retina, sigue la dirección de una estela menguante que cruza; que le da tiempo al tiempo para ignorar que existe el peligro de desvanecerse y pasar a ser un encuadre fugaz, brotando de un agujero negro y oscuro, misterioso y amargo.

Herederos de sí mismos... por toda respuesta.

Codorníu.

(Falta la música, lo sé; pero hay que acostumbrarse, porque a partir del 1 de febrero Gcast ya no se deja. No obstante, lo sigo intentando)

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23 de enero de 2010

Abrir los ventanales, esperar un nuevo día... y encontrar otra vez empañados los cristales: estos ojos míos que a menudo olvidan, que aún queda luz para enderezar el rumbo.

Debo borrar las noches de rabia y debilidad. He de borrar el pensar que siempre nos toca perder, mirar mucho más allá de esta niebla espesa, aprender a luchar sin tener herramientas.

Y el paso del tiempo (horas repetidas), van labrando la piel cada vez menos libre.

Sin ganar nada, perder un trozo de vida, e irse a la cama haciendo ver que se sueña. Qué esta silla coja y estropeada, los viejos portalones y la larga escalera han sido la gran mentira que nos llevó a perder la esperanza.

Por eso me levanto ahora que aún puedo.

(Lluís Llach, Despertar)

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16 de enero de 2010

Banda sonora de lujo para un instante mágico. Bajo los párpados entreabiertos, el asfalto burlón de la noche funde y confunde muchos significados-espejismo que el viento de la irrealidad mece a la comba.

Sobre unos cables colgando entre casas, funambulistas ciegos dibujan olas en el aire al cruzar de fachada a fachada por encima de un callejón de palabras-ceniza y ascuas aún humeantes.

Se va apagando la voluntad cansada de un viernes, se me cierran los ojos bajo un puente de cejas. A un lado, el nacimiento; al otro, la muerte. Nadie que lo transite.

Sencillamente impresionante.

Codorníu.

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13 de enero de 2010

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En realidad, esto lo escribí para subirlo el primer día de trabajo después de la "grande bouffe"; tras mirar hacia el patio al terminar las vacaciones, como un abismo, cuando los faros del autobús que me traía mostraban todo su orgullo encendidos de blanco.

Según me acercaba (ya a pie) he notado la energía paralela de los pasos de cebra frente a la puerta de entrada y la del dibujo que hacen –convergentes- los lados de la calle. Como sabes tengo una brecha que me corta el paso a la palabra. Lo suelo insinuar aquí cuando me atrevo. Y tú dirás: Tiene que ser muy crudo recordarlo todo, no ser capaz de olvidar, quedarse callado un rato mirando el techo cada noche, sin tiempo ni ganas para prometer nada...

A la luz, a la Historia... le cuesta tanto alumbrar...

A veces pienso que no cambiará nunca el amarillo de la bombilla en los cristales de cualquier cocina... (nuestro desasosiego o el de otro desconocido, el exterior nevado, los patios interiores desde lo alto, el batir de los huevos, las bolsas de basura...) sin que nos trasladen a otra realidad merecida o inmerecida, o a otra distinta de la que nos dijeron.

No era verdad que fuese a sonar siempre Lluís Llach, o que (en su defecto) el vino no fuera a terminarse nunca; ni que el rojo de los atardeceres, se tornase más suave al soñar con el ocre de la solidaridad sobre un colchón en el suelo si no había para todos.

¿Desde hace cuánto me siento habitante de un empeño absurdo? Son esos mundos -los empeños absurdos- los que me despiertan cada noche. Sin gracia ni sentido. Un territorio a media luz. En penumbra. De nadie. No sabría explicarte lo que pienso mientras deshago esos pasos nocturnos que tú conoces. No te lo puedo explicar, porque lo pienso sin palabras. Y porque la última promesa firme que le hice a la vida fue la de nunca prometerle nada. Aunque lleve escrito en el corazón la imagen de un Prometeo encadenado.

La promesa que me ata -en todo caso- es la del autobús que ilumina la calle, y la de una puerta cerrándose y yo pensando en cómo sería esto sin soñar. Quizá leí en mi cara (en el espejo) que lo mejor sería irse con las décadas y no me fui. Algo así debió ser. Y por eso me di la vuelta y levanté la mano y corrí detrás... No lo sé a ciencia cierta; pero pienso mucho durante todos estos tic-tacs de noche negra y nieve blanca y frío. Y me pregunto qué me impide colocar en el mapa una cruz de pirata, justo ahí donde dice "éste era tu lugar", esta noche... hoy mismo.

Pero luego comprendo que es la incertidumbre (el principio de Heisenberg), por una vez, la que me da esperanza; porque contra esa duda física no se puede nada: tampoco los mercados, que no lo tienen todo atado. Así que recorro otra vez los subterráneos en espirales sin fondo, sin señales concretas, los andenes que no llevan a ningún sitio...

Como mucho a pensar con toda intensidad durante una hora y pico -antes de dormir- lo lejos que ha quedado todo en nuestra vida.

Codorníu.

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10 de enero de 2010

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Los papeles se vuelan de la mesa. La corriente lo revuelve todo. Como copos de nieve, cada folio va ocupando su lugar en el patio. Ventilar es un dogma que desatornilla la vida según venía de fábrica: tan guapa, tan nueva...

La voz que te llamaba a gritos se torna un hilillo; un carámbano inmortalizado, detenido, inerte. Basta un empujoncito de nada y se parte. Afuera, ese frío... Esa inmutable y tediosa acuarela blanca de helada, vestigio decapitado de un recuerdo que paraliza, que despeña mis pasos vadeando un cauce seco y olvidado. Cosas que hay que aceptar. Semanas, meses, años. Perfectos imperfectos. Mesas sin patas. La actitud de testigo de Heiddegger ('Hay que dejar que las cosas sean') se acopla -invisible- a las corrientes horizontales...
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Según lo pienso, sale vaho de mi boca. No hay sonido. Sólo vaho.

Como a Toro, nadie me oye. La radio no oye tampoco. Acompaña. Pero dice cosas que dejan de existir al instante. Ondas y café en la penúltima curva para mi amiga. Parpadeos testamentales, cada vez más poco frecuentes. Sin respuesta. Si acaso, inesperada.
).
Desde el otro lado del telefonillo, proviene de la calle un ruido sordo... opaco. De pisadas en la nieve. Esta vez con la boca pegada al aparato, me atrevo a decir, a susurrar (voz temblorosa): 'Tengo que cerrar las ventanas'.
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Escucho... No hay respuesta... Afuera, ese frío...
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Codorníu.
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8 de enero de 2010

El aire le despeinaba los recuerdos dejando tras él –como el destino de un apicultor– un velo ondeado de oscuros desencuentros.

A falta de un mar pegado al pie de la ventana, el ‘Hombre sin móvil’ pedía tan sólo un riachuelo para el último tercio de su vida; pero todo lo más que le dejaban los Reyes (cada año) era una carretera seca a la intemperie. Aún así, al ponerse la tarde, seguía el asfalto hacia el faro e iba extendiendo, a ambos lados, un mantel de campanitas y demás motivos navideños, que centelleaban bajo los rayos oblicuos de un sol imaginario.

Desde abajo, sobre esa hora (más o menos), las monstruosas siluetas de las fábricas de papel donde había trabajado suavizaban su dureza, y hasta se diría que se conmovían en su tamaño de juguete destensando el rayo con que le amarraban a un pasado de esclavo.

Hasta los pies del ‘Hombre sin móvil’, sobre la hierba sesgada de la cima, reptaban las últimas hojas del 2009 recién arrancadas por el viento. Su corazón, apenas del tamaño de una arbequina, ya no traía botellas que cruzasen los mares albergando secretos inconfesos. Únicamente, sílabas perdidas merodeaban sus oídos provenientes de alguna oquedad rocosa, en otro tiempo útil para sus juegos de juventud dorada.

Pero ahora, cuando corría intrigado, en su lugar tan sólo hallaba –diseminadas e insensibles a las caricias del inocente azar– unas rebanadas de pan bimbo y el cobre verdoso de sus actuales circunstancias, que iban tomando ya el color azul de los sueños rotos.

Codorníu.

(Un corazón de arbequina. Del libro "Reflejos en la pared de un vaso")

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7 de enero de 2010

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Pocos días antes de que diesen comienzo las vacaciones en los colegios, y los niños de San Ildefonso nos bombardearan a bolazos desde el salón de loterías, el gobierno de Dinamarca detuvo a un puñado de activistas de Greenpeace.

Ha pasado el tiempo. Para estos hombres, un tiempo de espaldas: tres semanas que no corren lo mismo en la cárcel que fuera.

No sé si en mi mente queda ya hueco para la decepción. ¿Es ésta la Europa que da lecciones de libertad a otros países, y donde se presume de disfrutar de un sistema de garantías exquisito? La vida cotidiana nos va demostrando que, según qué cosas se cuestionen, ni democracia ni Cristo que la fundó. El caso de Juantxo López, director de Greenpeace España (21 días en la cárcel por desplegar una pancarta), es un ejemplo reciente y descarnado de injusticia y violación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

De ahí que este sistema sociopolítico (llamado por otros el menos malo de los conocidos) no pase de ser más que una dictadura guadianera, donde el que tiene el poder de los dineros cambia las reglas del juego a su puñetera conveniencia. Espera a meterles el dedo en el ojo y verás...

Y si lo hacen a la vista de todo el Planeta, sin sentir vergüenza alguna, que no será... (no sigo)

El grito desesperado de Janis Joplin en los sesenta nos trae hasta el presente el eco de una premonición desgarradora... ¿Cuánta gente se habrá enterado en estos días de vacaciones, villancicos, calles con lucecitas y comilonas de lo que estaba pasando este hombre en una cárcel de Dinamarca?

¿Qué intentaba decirnos aquella generación de poetas y cantantes?

¿...Tal vez que no cayésemos en el opio, en las "flores del mal" del consumo demente que todo lo anestesia?

Codorníu.
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(La foto es de la cárcel de Carabanchel (Madrid), derruida para borrarla de nuestra memoria)
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6 de enero de 2010

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Angelina está mirando hacia el puerto por donde transitan las luces de los barcos que comienzan a salir al anochecer. Sentada en la mesa que hay junto a la mejor de las ventanas de la taberna, sigue el compás de la música con un suave balanceo de cabeza: por el aire suena “Mariposita de primavera”, en versión de Omara Portuondo. Las formas de un rostro -donde el tiempo ha dejado las huellas de todas sus ilusiones y todos sus reveses a partes iguales- se reflejan en la pared del vaso.

Ante ella baila la mirada del hombre que empuja la puerta biselada de su memoria. Los sentimientos entre ambos se reconocen sin más vestido que el silencio; son encuentros que nunca fueron de griterío, que pisaron alfombras de gestos y caricias; que vivieron de sonrisas, soledades, recuerdos...

Una vez que se han saludado, tratan de recordar por dónde se habían quedado la tarde anterior. Quizá estuviesen hablando de hombros que nunca dejarían de estar, de manos que nunca se cansarían de volar juntas, de pasajeros con los que contar para todo el trayecto, incluidos los túneles…

Al otro lado de la barra, el vapor pega un prolongado siseo y sale con fuerza hacia la solitaria porcelana del techo. La atención de Angelina queda colgando allí arriba, atrapada por un instante. El reflejo, mientras tanto, sigue bailando en la pared del vaso como una serpiente sin cabeza.

La mujer sonríe para sí. Cierra los ojos. Siente ahora la frialdad de unas manos que cogen las suyas. «Siempre estabas helado», dice con el alma hecha hebras.

(Más allá de la ventana, el verdín se mezcla con la bruma)

Cada tarde, al llegar a este punto, Angelina deja de mirar hacia las barcas a través del corazón que ha dibujado en el cristal empañado. Acto seguido, agita los cubitos del vaso y pega un trago más largo que los anteriores. Allí, en aquella mesa, todo, incluido el tiempo, existe de otra forma en sus adentros; quizá, hasta más verdaderamente…

Codorníu.

(Reflejos en la pared de un vaso. Del libro "Reflejos en la pared de un vaso")

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5 de enero de 2010

Iñaqui Orihuela, a su edad, debería estar harto ya de ruidos y de ruedos. De ruidos, porque cada noche oye un disparo. De ruedos, porque eso que le pasa a él se llama desangrarse; morir cada vez que cierra los ojos. Ésa es la causa que le empuja a salir por las calles vacías. Un caminar difícil, tropezando de una en una con las imágenes de aquel descampado. La más nítida, el sobresalto del disparo, sus propios gritos entrecortados, el descenso lento hasta el coche con Yailene en los brazos... Y al final, el llanto, sólo interrumpido por las bruscas sacudidas de los suspiros cuando vuelve tras sus pasos para recoger uno por uno los folios del maldito relato que el viento ha esparcido por los alrededores.

Hace mucho que sale a pasear por aceras solitarias retardando el momento de meterse en la cama. Cada noche, la bolsa de basura cuelga cual peso muerto de su mano. El corazón, reventado por las arritmias de aquel atardecer, no deja de rastrear conexiones buscando instantes que la memoria se encarga de ocultar por capricho. Al mismo tiempo, su mente balbucea los últimos sustantivos que leyó en labios de su amada. El dolor tan humano que subyace en sus yemas se pega por el día a barandillas y paredes. Hasta gasta guantes de látex, porque sabe que no hay que dejar pistas para no ser alcanzado por la culpa de prestarse a aquel juego que aún le persigue. El futuro se encoge. Empaña ante él su rostro de tanto condensarse: los espejos no mienten. Cada noche, en la mesa, Iñaqui Orihuela repasa los arabescos del hule. Entre migas de pan tiradas a los dados, cena sin apetito mientras soporta el eco de cacharros lejanos.

Al salir del portal, se acopla a las sombras de la pared camino de los cubos de basura de esta ciudad crispada. La lluvia peina la melena de una bombilla rubia; pero él ya no escribe ni está por prestar atención a esas cosas. Tampoco a la oscuridad cribada de jadeos que escapan de los coches aparcados que encuentra a su paso. Aislado de todo, camina indiferente. En la esquina, hay tertulias de bolsas de basura, abandonadas al pie de una farola. Esa es su meta.

Allí, deja la suya, saca un pitillo y escucha el batir de las tortillas mientras lo enciende.

Codorníu.

(Bolsas de basura abandonadas. Del libro "Reflejos en la pared de un vaso")

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2 de enero de 2010

Aquel lunes por la tarde, a eso de las cinco y media, una mujer se desespera en la única parada de taxis que hay a la salida de la estación de Villaverde Bajo. En la mano, al sol, centellea el plástico de una pequeña botella de agua mineral de la que bebe pequeños tragos. No puede parar quieta: pasea arriba y abajo a lo largo de la acera. A esas horas, la salida de los colegios convierte en un embudo las autovías de acceso; aún así no le queda otra opción, lleva un año comiendo de encargos como el que tiene que entregar esa tarde con la urgencia de siempre.

Para echarle pimienta a la cita, ese lunes (precisamente ese lunes) hay huelga de trenes de cercanías. En medio del atasco le dice al taxista que pare. Sale tan trompicada del coche, que está a punto de meterse bajo las ruedas de un autobús que pasa por su lado. En esta ocasión (a pesar de la prisa) se vuelve para ver la cara del conductor. Si hay una cosa en el mundo que no soporta es que la insulten. Por mucho menos, por una simple mala mirada, más de una vez ha pateado, fuera de sí, carrocerías, puertas y llantas. Lleva la rabia en la sangre desde que la vida la empujó a vivir tan lejos: en este clima y en este ambiente, seco y crispado en todos los sentidos.

Pero en esta ocasión se controla. Tiene tan sólo el tiempo justo para echar a correr y llegar en cinco minutos, los que faltan para que se cierren las verjas del Botánico.

Sin detenerse, desoyendo la voz del funcionario de uniforme, salta por encima del torno. Sus piernas vuelan en el otoño lluvioso de la tarde; se le sale una sandalia, vuelve a por ella, la recoge, se quita la otra; ni siquiera se entera que el suelo está mojado. Cuenta dos, tres, cuatro cruces de parterres gigantes. Gira a la izquierda. Se sabe de memoria el pasillo de las plantas aromáticas: lavanda, romero, tomillo…

Le falta el aliento cuando llega al lugar convenido. En el segundo banco de piedra, al pie de un inconfundible flamboyant caribeño, hay alguien sentado.

–Dios… al fin llegas –dice, nervioso, un individuo desaliñado de unos cuarenta y tantos años.

–Lo siento –susurra ella intentando que no suene a disculpa.

Tras unos instantes de incómodo silencio, el tipo le ofrece un cigarro que ella rechaza. En su lugar, mientras él hace chispear el mechero, bebe un sorbo de la botella de agua; los dos necesitan calmarse. Después, la mujer desliza el sobre a ras del banco hasta el borde del vaquero, donde el muslo del hombre se junta con la piedra.

–¿Está todo?

–Todo –responde de inmediato.

A pesar de haber repetido esa escena decenas de veces, todavía no comprende ese empeño ciego que tienen algunos hombres… esas ganas de ver su dolor reflejado en el espejo de un pozo negro (cada vez más hondo e irreversible) del que ya lo intuyen casi todo.

–¿Dónde las has hecho...? –pregunta el tipo pasando las fotos como un niño que cambia cromos de fútbol repetidos.

–¿Qué más da? –corta la mujer aparentando la frialdad que siempre le falta.

–Conozco este antro –dice él.

Ella se encoge de hombros y hace una mueca de hastío. Enseguida, temiendo que con todo aquel tobogán amargo su esfuerzo sea borrado y olvidado, pregunta con rapidez por lo suyo. La respuesta tarda unos pocos segundos, demasiados para quien vive con lo justo.

–Ya lo tienes en la cuenta que me pasaste –susurra el individuo sin desclavar los ojos de una de las fotos donde un letrero de neón (con la palabra Pul_arcito) brilla, en la noche, con la ge colgando apagada.

A la mujer le importa un pimiento quienes son estos sujetos que llegan hasta ella dejando una voz atormentada en el contestador de su móvil. Pero, como siempre, a la salida de allí, cuando se cruza con las secuoyas y vuelve la cabeza, camina mucho más deprisa… como huyendo. Más deprisa aún que aquella vez en la que tuvo que levantarse como un resorte para que un cliente –en medio de la desesperación– entendiese que había puesto la mano donde nunca sería bien recibida.

Traspasados los tornos de la entrada, el recuerdo reciente de otro rostro desencajado que tampoco pudo con tanta angustia, la hace apretar el paso. Un pálpito –algo que le brinca en el pecho– le dice que ya no está para asistir a determinada clase de finales fatalmente intuidos.

La fatiga asfixiante le llega al cabo de unos metros. Se para. Da un trago de la pequeña botella de plástico y luego va dejando rebotar la mano muerta por los barrotes de la verja en busca de aquellos ojos caídos que ha dejado fijos -del otro lado- en las hojas del suelo. Le tiene pavor a esa expresión que ya conoce de otras veces. Con la práctica, sabe ya mucho de vidas cubiertas de líquenes que, como cipreses solitarios, se citan con ella por esos caminos botánicos que mueren en Atocha.

En esta ocasión, la intuición no le falla. El sonido inconfundible de un disparo la sobresalta al pie de la Cuesta Moyano. Sólo entonces se da cuenta que está cruzando sin mirar. Con el semáforo abierto para los coches.

Se oyen dos o tres pitidos. Alguien saca la cabeza por la ventanilla y le grita algo. «Vete a la mierda», masculla arrastrando la erre entre un rechinar de dientes.

Esta vez, tampoco puede quedarse: sólo desaparecer de allí, cambiar de aires, retorcer con rabia la pequeña botella de plástico hasta volverla un churro...

Codorníu.

(Caminos que mueren en Atocha. Del libro "Reflejos en la pared de un vaso")

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