Hoy es lunes. Para mí comienza una semana muy especial: este domingo que viene, 10 de febrero, mi padre cumplirá la friolera de 102 años. Podéis imaginar cómo me siento.
Los que me
conocéis ya estáis al tanto del inmenso cariño y admiración que siento por él.
Por la fuerza de voluntad que tiene. Por el tesón. Por la lucha por ser
autosuficiente y dar la mínima guerra posible.
Ya publiqué tiempo
atrás la mitad de las memorias que escribió a mano, con su letra de
autodidacta y sus faltas de ortografía, mientras se recuperaba de aquella fractura de cadera hace ahora
tres años. No voy a contar nada del pasado, todo lo más importante está reflejado
en entradas más antiguas.
Pero del presente
si me gustaría actualizar unas cuantas cosas de su vida cotidiana. Por ejemplo, que se sigue
haciendo la cama porque no quiere que se la haga nadie. O que, por sus santas
narices, continúa saliendo a pasear cerca de una hora todos los días (y los ha
habido muy fríos), marchando a un paso difícil de creer. Tan sólo hace un descanso
cuando llegamos a su “rodal” de amigos (todos entre setenta y noventa y muchos)
con los que se echa unos párrafos al sol o al abrigo de alguna pared -si hace
aire- antes de que volvamos de regreso a casa.
Y la bomba: su cabeza funciona
perfectamente; como su ánimo, sus ganas de vivir y sus expectativas de futuro. La gente del entorno se asombra del
vocabulario fluido que maneja, no saben que sigue leyendo un libro por semana. Ahora está con Carmen Martín Gaite: Irse de casa, Anagrama.
Vaya título a su edad, ¿verdad?
Lo único que ha perdido es algo de oído. Claro que... para lo que hay que oír. En fin, que aunque no sé lo
que me durará, estoy disfrutándolo.
Y no quiero pensar más allá.
Y no quiero pensar más allá.
Codorníu.