29 de enero de 2011

Cuento los días que faltan. Estoy algo nervioso, porque sé que la Realidad va a su bola y no se casa con nadie. Como si me leyese el pensamiento, mientras le cortaba el pelo, me dijo: Dudar constantemente es lo natural; y estar seguro, la perturbadora excepción que todo lo estropea cuando se quiere retener para siempre.  


Como veis, sigue teniendo la cabeza lúcida y el verbo, fácil. A punto de llegar a los cien, piensa en su nieto y en lo que le espera. Mi agua ya ha pasado bajo el puente, dice. Hilando hilando, hemos acabado hablando de pensiones; de cómo está cambiando todo, de la escasa conciencia de defenderse que tiene la gente corriente... 


(Yo, con la maquinilla; y él, quieto… dejándose hacer) 


Aquí, donde vivimos, hay veinticuatro personas que superan el siglo; casi todas, mujeres. No me atrevo a decírselo para que se imagine que son hombres. Dentro de unos días serán veinticinco. El Ayuntamiento, o el alcalde, o no sé quién, le querría dar una placa o algo así. Qué ingenuos. A mí también me la darían al año próximo, si llego a tiempo y no cambian todo esto de jubilarse.  Pero a ninguno de los dos nos gustan estas cosas... lo de las placas, me refiero. Nosotros estamos más agusto entre los nuestros, entre vosotros. 


Estáis invitados de corazón. Sé que, sin conocerle, ya le queréis; porque lo he compartido con vosotros como si fuera tan vuestro como mío. Cuento los días que faltan. Ya no puedo contar por meses.


Codorníu.

15 de enero de 2011

Yo he debido inscribirme en estas olimpiadas de la vida por la especialidad de vallas. Eso al menos es lo que veo delante, nada más comenzar el día: dos o tres vallas a la vista, de improviso. Luego más y más; muchas... un número indefinido de ellas. 


Hasta aquí siempre había pensado que las vallas me salían al paso. Que eran mis pies los que corrían, los que marchaban hacia el futuro… Ahora, tras este paréntesis forzado, creo que tal vez estén colocadas ahí desde siempre y quizá sea yo el que me acerco. O para ser más exacto: al que acercan moviendo el suelo cada vez más aprisa. Que se mueva o no el suelo, es importante. Porque este extraño experimento del vivir tiene un gran parecido a subirse en una cinta transportadora. Ya no sé qué pensar, apenas tengo tiempo para eso. Sólo sé que se me echan encima las vallas. Y no es un sueño, ojalá. Puede parecerlo, ya que cada vez es mayor la sensación de descontrol que me queda. En ocasiones retrocedo y aplazo el choque. Pero, algo, un mecanismo que no gobierno me las vuelve a colocar más adelante. Ni siquiera escojo el momento; aunque parezca que lo hago, no elijo. 


Lo más desesperante es saltar y saltar en estado de locura permanente. Saltar, incluso, las que se ven esperando a lo lejos. Saberme dirigido hacia ellas y sólo tener en mis manos la esperanza: a ver si detrás de las últimas que diviso, ya está el horizonte limpio y el cielo azul.


Codorníu.

6 de enero de 2011

"No se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto" (A. Chéjov)

Fue en aquel Madrid del desencanto donde la vida terminó por levantar sus cartas mostrando, a plena luz un guión incongruente. No había que escarbar mucho entre los naipes para ver que los dos llevábamos mal juego, y que no estábamos pendientes de aquella partida porque no era la nuestra. Tal vez por eso, nunca pasamos de hablarnos con los ojos. Ni siquiera en esas ocasiones en que llevábamos unas cuantas copas en la mirada. 


Su vida -como la mía-, siempre acababa las noches colgando de la frase que esperas y que nunca llega. Era tiempo de cosquillas en la boca. Del corazón, aún subían pececillos de colores, que corrían a esconderse bajo la lengua... 


...y entre mis manos, 
cuando imaginaba coger las suyas, 
poco más que cristales rotos. 


Codorníu.
(Los papeles de Saleta)

2 de enero de 2011

Al otro lado de la cortina de terciopelo rojo, siempre los mismos hombres; los mismos naufragios hilvanando un amargo currículum de caminos cortados, y las mismas preguntas acerca del tatuaje que tengo entre la cadera y el muslo.

Cada noche, con la mente machacada de tanta charla inútil,  he buscado en las líquidas estampas de la pared del vaso, aquellos días de antes del desencanto. Pero ya no aparecen ni la botella de agua mineral, ni el contacto clandestino de marca de burbujas que me aguardaba en el metro de Sevilla, ni la bolsa, ni las gafas de espejo... Tan sólo conservo de entonces, el hombro jodido del puñetero trabajo de cartera en Correos y aquel nombre -Thérèse-, que tanto me gustaba escuchar de su boca.
Codorníu.
(Los papeles de Saleta)