19 de octubre de 2017

Cortado por obras.
El semáforo cambia sus luces
inútilmente.


No había nada que hacer por el lado de la postura de zazen. Cortada esa calle, pude seguir en el budismo gracias al aspecto gradual de las enseñanzas tibetanas, que recibí de los lamas que andaban desde la década anterior por Madrid.

De la mano de Saleta conocí a Lobsang Tsultrin, un hombre ya mayor por aquel entonces, que ahora será muy anciano. Fue el primer lama con el que tomé refugio, rebautizándome como Lobsang Tsondru. El primer nombre siempre es el de tu maestro; el segundo, lo que este ve en ti, me dijo Saleta. Y añadió: Tsondru significa «perseverante» en tibetano. Al final, este lama terminó residiendo en Barcelona; aunque hacía frecuentes viajes a Madrid para no dejarnos sin norte.

El centro tibetano de Madrid se llamaba «Nagarjuna». Pertenecía a la tradición Gelugpa; la misma que la del Dalai lama, más conocida como la de los gorros amarillos. La sede había pasado antes por varias localizaciones. Cuando yo fui con más frecuencia, estaba muy próximo a plaza de España. Era un piso enorme, cedido por Nacho Cano, el de Mecano.   

Allí estuve recibiendo diversas enseñanzas e iniciaciones tántricas, trabajando con mantras y visualizaciones. Este periodo abarcó la década de los noventa, un ciclo en el que devoré todos los libros de budismo tibetano que pude adquirir. Algunos, sobre todo los que tratan sobre la comprensión de la vacuidad, los tengo subrayados hasta el límite.  Aunque creo que Saleta también hacía sus rayitas a escondidas.

Voy a citar aquí dos. El que leí en mis inicios se titulaba "La energía de la sabiduría". Lo habían escrito dos lamas pioneros en la divulgación del budismo mahayana, Thubten Yeshe y Thubten Zopa; el primero, ya fallecido.

Con especial cariño, guardo un ejemplar de Gueshe Kelsang Gyatso, gran pedagogo y difusor del budismo Kadampa, que me pareció que explicaba el tema de la Vacuidad, detallado con sumo magisterio. Se titula "Corazón de la sabiduría". 

He citado el primero y el último de esta etapa tibetana. No tiene objeto extenderme mucho más, porque esto no es una página de divulgación de textos. Cuando Saleta conoció mi biblioteca con 500 ejemplares de literatura oriental, me preguntó con ironía «si me los sabía todos de memoria». No se me olvidará cuando giró la cara hacia mí, dejó aflorar un hoyuelo en su mejilla derecha y sentenció: 

- Con todo esto has llevado la vaca a beber al río; pero, no te engañes:  nadie va a beber por la vaca.

Su mirada de ardilla sigue intacta, mientras traza un helicoide por la corteza de mi corazón... Y hasta me sonríe cuando me paro a recordar cuánta razón tenía.
Codorníu.

23 de agosto de 2017


"Dulce fragancia.
  Mi cuenco de mendigar
  acepta hojas caídas".
               (Taneda Seisaku) 
            
Una alegría me llegaba desde el otro lado de la línea telefónica: Saleta volvía a Madrid. A partir de ese día, el yoga dejó de ser lo mejor que me había pasado en mucho tiempo.
 
La fui a recoger a la antigua estación del Norte. En torno a un café logré convencerla de que se quedase el tiempo necesario en mi buhardilla de Lavapiés.

Gracias a nuestras conversaciones de almohada, entró en mi vida algo nuevo, el budismo Zen. Al principio empecé a leer por curiosidad algunos libros. Luego me volqué y lo devoré todo. Su impecable "gancho" intelectual me atrapó totalmente, porque yo soy más de no "tragar" con nada si no pasa por el dedo que señala a la Luna.

Recuerdo que leía como una máquina todo lo que Saleta me recomendaba en aquellas charlas nocturnas. Una librería, próxima a la Puerta del Sol (Bohindra), podría dar fe de mis visitas cada dos o tres días, tal era mi ritmo de lectura; la mente debía estar absolutamente predispuesta a chupar literatura Zen como una esponja. Ahora sé que los itinerarios no los escoge uno, sino que todo conspira para que algo cuadre. Aún conservo de aquel periodo alrededor de cien libros.

Otra cosa fue cuando comencé a practicar la concentración en la postura. Después de intensas sesiones de meditación, mi cuerpo hizo ¡crash!; pero no fue el satori -del que tanto hablaban los maestros- sino el ciático.

A raíz de aquello tuve que recibir ultrasonidos y todo un largo etc. de reparaciones. La rehabilitación duró unos seis meses hasta dejar el cuerpo como estaba. Pero no fue un tiempo perdido, nada más lejos. Saleta me dio a entender que, de seguir esa vía con la actitud de quien persigue un logro, algo de mí rompería los puentes. Algo me faltaba, y debía adquirirlo.  No me dijo qué.

Esto del ciático debió suceder hacia mis cuarenta y pocos años. No recuerdo con exactitud, pero sería a finales de los ochenta o muy al principio de los noventa.
Codorníu.

30 de julio de 2017


Somos lo que pensamos; aunque uno nunca es lo que piensa que es, piense uno lo que piense.

Tras la decepción del conductismo, permanecí algún tiempo flotando en alta mar por los bares de Lavapiés. Fueron unos meses desnortado a tope. Hasta que un día -¿casualidades de la vida?- leí algo sobre bioenergética, y comencé a buscar un terapeuta. La metodología me gustaba: se trabajaba el yo a través del aparato muscular. 

Recuerdo que estuve yendo con uno por Arturo Soria. Durante este periodo releí con pasión a Wilhem Reich y descubrí las enseñanzas de Alexandre Lowen; sobre todo, sus teorías acerca de la «coraza muscular». Sin embargo, tampoco terminé de engancharme; en este caso, no sé bien por qué. Quizá ya me había entrado el gusanillo de que el cuerpo era muy importante para integrar la estructura psicológica de la persona y necesitaba ahondar más con otro método que me diera más profundidad. Tal vez el recuerdo de Saleta ya me fuera pesando con su ausencia de plomo. No sé...Hasta que un día me decidí, la llamé a Santiago y le puse al día de mis "picoteos" psicológicos.  También le dije que estaba buscando un centro de yoga que tuviese reconocido prestigio: pensaba pagar el primer mes, a ver qué tal me iba.

Le comenté que había oído hablar muy bien del de Ramiro Calle; pero ella, en el último momento, me recomendó otro por Goya que se llamaba Sivananda. Por supuesto, su opinión se llevó el gato al agua, y allí empecé. 

Recuerdo una sensación -qué pequeño se ve todo, perdido a lo lejos en el tiempo-, destacando entre las nieblas: cuando cogía el metro de regreso, me sentía cambiado. Miraba a la gente y todos me parecían gente buena; que todo estaba bien y en su sitio. Esto me sucedía todos los días que iba por allí; pero luego se me terminaba pasando, después de llegar a casa y quedarme con las ganas de contárselo a alguien.

Y ese "alguien", una noche me llamó por teléfono.
Codorníu.

20 de julio de 2017


"La tierra estaba seca. 
 No había ríos ni fuentes.
 Y brotó de tus ojos 
 el agua, toda el agua".

(Luis Alberto de Cuenca)


Se podría decir que comencé mi camino interior con veinticuatro años. Por supuesto, aún no era capaz de comprender ni rastrear los orígenes del sufrimiento que iba aflorando en mi vida. 

Había logrado cierta lucidez para evitar cargarle la culpa a alguien; y, como no veía más allá, terminaba atribuyendo todos los desastres a mi personalidad: otra manera de proyectar la culpa tan irreal como la anterior, pero bastante más dolorosa.

La terapia con Saleta tuvo dos fases muy bien diferenciadas. La primera -muy intensa, hasta mis treinta años-, constituyó el tramo más largo. En su mayor parte, fueron interpretaciones de sueños donde, aparentemente, fue todo bien. Al salir me sentía más o menos "reparado", o eso supuse por lo menos.

Sin embargo, hube de volver unos pocos años más tarde, ante la evidencia de que los mismos problemas -con otro disfraz- seguían repitiendo su esquema, con terquedad, en el día a día.

Esta segunda fase fue más corta, apenas duró un par de años. En paralelo, fui devorando todos los libros de psicología, de autoayuda, etc., que me permitía el tiempo libre. El diván de Saleta se iba llenando de limitaciones para mí. 

Salí de allí con treinta y cuatro años, y menos convencido del "alta" que la vez anterior. Recuerdo que ya tenía un recambio pensado: presentía la certeza de que toda curación era un proceso inacabable, un último delirio que la mente conceptual perseguía. Y algo me decía que este sendero interior no había hecho más que empezar. 

Tal vez por eso, tras despedirme de Saleta regresé a Madrid y busqué el mejor centro de psicólogos conductistas que había en la Capital por aquel entonces. Y, aunque me atendió una profesional de gran prestigio que dirigía el gabinete, duré poco: no estaba acostumbrado a parar los pensamientos de ataque sin indagar. 

Por aquel entonces, ya intuía que mi camino se dirigía más a cavar y cavar que a protegerme del granizo bajo el cielo plateado de un invernadero.
Codorníu.

12 de julio de 2017


"Caeremos en las cerradas y espejadas catacumbas del sueño, y allí, a la pálida luz, descubriremos la osamenta y el polvo, los tristes restos de alguien que habría podido existir si no hubiésemos ocupado su lugar". 

                         (Mark Strand, Tormenta de uno)


Después de cursar un año en la Escuela de Ingenieros de Caminos, pasé los siguientes cuatro años matriculado en Económicas, concretamente en la rama de Econometría. 

Estando en primer curso, conocí a Saleta; aunque solo de vista, claro.

Todos los lunes nos veíamos sin mirarnos en el andén del metro de Sevilla; fueron cuatro años apasionantes... 

A punto de empezar mi quinto curso se produjo su detención. 

No tuve valor para quedarme en Madrid. El juicio salió al año siguiente, y por la prensa me enteré que le pedían un montón de años. 

Desconozco cuánto me pudieron condicionar estos hechos; pero el caso es que lo dejé todo: mi buhardilla en Lavapiés, mi trabajo en el banco, mi facultad de Somosaguas... y empujado por un no sé qué, marché a Santiago a terminar la carrera y vivir de los gráficos, que no se me daban nada mal. 

Necesitaba emborracharme para olvidarme de ella, y el camino que elegí fue el juego. La suerte hizo que juntase una pequeña fortuna aprovechando mis conocimientos sobre los recuentos de la Onda de Eliot y las series de Fibonacci. Sin embargo, como era de prever -por todos menos por mí-, en una de esas jugadas bursátiles "brillantes" terminé corneado por los mercados. El revolcón fue de tal magnitud que lo perdí casi todo. 

Me quedé con lo puesto: unos pequeños ahorros para vivir modestamente durante algunos meses, y una depresión de campeonato por toda compañía.

Por un anuncio en el tablón de los comedores de la facultad de Psicología -donde iba a comer-, empecé a recibir ayuda en la consulta de un gabinete psicoanalista donde consiguieron "estabilizarme". El Centro se llamaba "Almiya" (Una mirilla para observar el alma, decía el subtítulo) y estaba en una zona de chalets, por la salida a Lavacolla, donde acudía dos tardes a la semana.

En términos económicos, se trataba de una terapia que me podía permitir por los pelos, una vez recortada de mis ingresos la parte para comida y alquiler, conceptos en los que gastaba lo mínimo. Sabía de sobra que dedicaba el principal a algo radicalmente distinto a lo que lo hacía la gente de mi edad, que andaba en otras cosas. Y así me dispuse a sobrevivir a la década del desencanto: los patéticos ochenta. 

Mi vida transcurría sin mayores sobresaltos; había aprendido a graficar con red, a controlar la ambición y a saber mantenerme con lo justo. Hasta que una tarde me informaron en Almiya que mi psicoanalista había obtenido una cátedra en la Universidad de Salamanca, y que la carpeta de mi terapia pasaba a una mujer recién incorporada que, a partir de ahora, iba a ser la terapeuta encargada de sacarme a flote.

Aunque llevaba otro corte de pelo y otra ropa, reconocí de inmediato su mirada. Aún se me pone la carne de gallina cuando me dio paso a la modesta habitación que -como correspondía a la última en llegar- tenía como despacho. El corazón me pegó un vuelco: en cuestión de segundos luché lo indecible y a punto estuve de rechazar el cambio; todo inútil: la tentación fue irresistible.

Para Saleta, la Psicología -entendida como el estudio de sí misma- se había convertido en una pasión sin medida desde su entrada en la cárcel de mujeres. Según deduje, tuvo que trabajar muy duro sobre su historia personal durante los largos años de reclusión. Yo, al menos, la veía perfectamente formada a mis ojos, repito, que no dejaban de ser los de un profano en la materia; pero que no podían evitar echarle unas miradas que se la comían cada tarde, antes de tumbarme en el diván. 
Codorníu.

2 de julio de 2017


«Sentir el "Yo" desnudo, sin atributos, es la salida del laberinto. Por él se entra y por él se sale». 
             (Ramana Maharshi)

En ocasiones, Saleta aparece en una forma distinta a como yo la recuerdo de nuestras andanzas de juventud. Sin embargo, la mayor parte de las veces únicamente siento su presencia con absoluta certeza, aunque a mi alrededor no haya nadie. En estos casos, ella aguarda a que yo diga algo. De sobra sabe que la ando buscando... incluso sabe el motivo...  

- Me cuesta contemplar las experiencias sin juzgarlas. En general, esto no pasa de ser un pensamiento; pero, otras veces, la cosa va más allá y siento cómo me cambia el carácter.
 
- Todo juicio -dijo Saleta- está basado en la creencia de un yo permanente... una persona a los mandos de la experiencia. Pero tal persona separada es absolutamente inexistente. Ten en cuenta que el individuo solo aparenta ser; pero sostiene la creencia en su falsa identidad a base de diferenciarse. ¿Y de qué manera se diferencia?

- No me lo digas -respondí-.  Juzgando a diestro y siniestro.

- Así es. Fíjate en los niños y adolescentes. Construyen su identidad por diferenciación. En algunos casos se vuelven tan estrictos que rayan la crueldad y al final no conocen otra forma de ver el mundo. Sin embargo, hay a su disposición otra manera de ser: por inclusión. Ese camino es el bueno.
  
A partir de ahí estuvimos un buen rato en silencio, sentados en uno de los bancos solitarios del Retiro donde nos hemos encontrado otras veces sin habernos citado previamente. Cualquiera que nos mire no verá dos personas. 

Al levantarme para volver a casa, fui consciente de que llovía. Me giré un instante y eché una mirada de reojo al espacio seco que mi cuerpo había dejado en el asiento. El resto del banco estaba vacío y humedecido por los goterones... 

Me permití el lujo de decir en voz alta:

- Cuando juzgo, incluso me olvido de ti. Y mira que no hay nada que desee más en la vida que estar contigo para siempre. 

- Di más bien que cuando juzgas pasas por alto tu verdadera identidad. En realidad, yo nunca dejo de estar presente.

Supongo que Saleta no quiso añadir nada más sobre esto último. O si lo hizo, no la oí, porque tenía la atención puesta en el aguacero. 

Bajando ya a toda prisa por la cuesta Moyano, calado como una sopa, me refugié de la lluvia delante de la única caseta con toldo. Un breve puñado de monosílabas atraparon mi atención nada más llegar. Se apiñaban ante mí en la portada de un libro formando el título: «Yo-sé-que-yo-soy». 

Las palabras son símbolos, solo el significado profundo de lo que transmiten es cierto. A pesar de que son ilusorias, de ellas sale una campanada: su verdadero significado.

En ese momento, supe que los dos estábamos mirando lo mismo.

Codorníu.

26 de mayo de 2017

Lo que tenga que suceder, va a suceder; no a sucederME. 
Ya que no soy verdaderamente existente como un ser individual y separado.

A propuesta de Saleta he ido a ver una película que ganó el festival de Sitges de cine de terror. Cuando me recomienda cosas así, sé que algo quiere mostrarme.

A la salida -no falla- me está esperando, como siempre, para soltarme de tapadillo alguna enseñanza.

Ni por un momento, me dijo en esta ocasión, dudaste que las imágenes y el sonido fueran los responsables del "susto" que te acaba de poner, varias veces, la piel de gallina, reconócelo. Estabas tan identificado con el personaje de la acción que, durante unos minutos, olvidaste quien eras realmente: ¡Un espectador sentado cómodamente en una butaca! 

Esa es la causa del miedo, y no lo que pasa en la pantalla. Ese olvido, ese no darse cuenta es la causa de todo. Sin esa falsa identidad, que se cuela de tapadillo al meterte de lleno en la película, no hay yo alguno al que apuntar... 

Esa convicción, esa creencia errónea de que el sujeto de ese sufrimiento siempre es el mismo (un “yo” permanente) es la causa de todo.

Pero, el cine es el cine y, por suerte, en algún momento te ha llegado la oportunidad de salir de ese estado de enajenación. Mas no ha sido porque el personaje de la peli (con el que estabas identificado) haya hecho algo para "despertar", sino porque "soltaste" la identificación con él y volviste a ser consciente de quién eras en realidad (un espectador), alguien que nunca habías dejado de ser ni por un instante. Pues esto es igual: nunca te olvides que el Despertar es un reconocimiento, no un cambio.

Volviendo a la metáfora del cine... Supongo que respirarías aliviado, como cuando se sale de una pesadilla, ¿no?

Pues ahora dime: ¿Cómo soltaste tal identificación?, me preguntó Saleta. Ojalá ese "darse cuenta" fuera tan fácil, ¿verdad? Este yo ilusorio que crees ser parece grabado en piedra y levanta resistencias por doquier. Ojalá desmontar el engaño fuese así: que alguien te zarandease, te diera cachetitos en la cara y dijera:  

Codorníu, ¡despierta, hombre! ¡Qué estás soñando!

Codorníu.

2 de abril de 2017


La base de la realidad no es la materia, es la conciencia
(Schrödinger, Nobel de Física en 1933)

Lo no observado no existe
(Bohr, Nobel de Física en 1922)

Saleta me ha invitado al cine con mi dinero. Ella no tiene, no maneja. Cuando se pone en contacto conmigo ya sé que cargo con un aliado sin forma: alguien que solo yo veo; aunque no estoy seguro de que sea afuera, como se ve a la gente. 

- La fascinación que te produce la peli, te lleva a creer que la pantalla está ausente -me susurró a mitad de la película. 

- Es un buen ejemplo, lo reconozco -contesté-. Me desespero buscando la pantalla a lo largo y ancho de la película, esperando el momento -si es que llega- en que pueda reconocer lo que hasta ahora "paso por alto", a pesar de que está ahí desde siempre.  Miedo me da pensar que la única solución para verla es que se detenga la proyección. 
  
- La materia solo existe en tu percepción, hasta ahí llegan mis concesiones a una mente cartesiana y científica como la tuya. Realmente ahí afuera no hay nada "material", solo campos inmateriales de energía interactuando: deberías leer lo que dicen de eso casi todos los premios Nöbel de Fisica. Lo que realmente somos -agregó- es simple consciencia del momento eternamente presente; eternamente existente aquí y ahora. Esa es nuestra verdadera identidad: la pantalla que la película tapa en nuestra metáfora, sin la cual nada de lo proyectado podría fingir que existe.

- Pero todavía creo ser el falso yo individual que me suplanta, una forma separada, un cuerpo. ¿Para qué te voy a engañar? -balbuceé cuando dieron las luces de la sala.

Siempre que le planteo que no avanzo (o cualquier otra expresión de victimismo), y me vuelvo hacia ella buscando su presencia -porque no contesta nada- constato amargamente que ha desaparecido.

Codorníu.

14 de febrero de 2017

Este año -aunque sigue resistiendo como un jabato- no hemos podido celebrar su 106º cumpleaños, porque estamos esperando su despedida en cualquier momento.

La foto es de hoy. Su salud es tan delicada, que cuelga de un hilo: la resistencia a dejarse ir. En eso es como yo, que me resisto a soltar la creencia de que soy un cuerpo separado

La comprensión intelectual de la muerte no sirve para mucho: su función es acercar al personaje a su final, haciéndole creer que aún no toca. Craso error: mientras queda una brizna de "yo", este se percata de que la bola se va parando en la ruleta del casino. 

El destino de la mente conceptual es morir pataleando boca arriba como las cochinillas; o corneando, agotada, contra su propia sombra proyectada en la arena de la plaza. 

Saleta me da fuerzas en estos momentos en que acompaño a mi padre. Noto su presencia en la mente, aunque no la vea.  

A pesar de que nada puedes hacer, me dice, actúa con toda tu alma como si hubiera algo que puedas hacer, y aguarda. Cuando te desplomes fracasado, rendido y entregado... convencido de lo inútil que es albergar toda esperanza de lograr algo por ti mismo... -entonces y solo entonces- estarás dejando sitio a la eterna Presencia del espacio vacío, anterior a la forma separada y personal que permanece, osando rellenar con su vana autoría lo que fue completo desde siempre.
Codorníu.

28 de enero de 2017

"...tu mente ha de aceptar que nada existe y llegar al punto de la completa comprensión de la ilusión".  
                                                         Sri Ranjit Maharaj
No pude olvidarme de Saleta. Esperé un par de meses con la esperanza de que volviera, y al final, me despedí de la pensión y saqué un billete de regreso a Madrid.   
Lavapiés se extendía más allá de sus gentes, y más allá de su historia personal. Un hormigueo me recorrió el estómago al entrar de nuevo a aquel laberinto que tantos significados tenía, cuando Chumpéter, Saleta y yo dejábamos decidir a la vida sobre nuestro destino.
Tracé un radio con centro en el Achuri y busqué piso lo más cerca posible. Sabía que ella frecuentaba la Cuesta Moyano y el Botánico por el Sur; y Tirso de Molina y el Rastro por el Norte. La estuve buscando en vano durante cinco meses, que se me hicieron eternos.
Aquel domingo -no sé cómo, me acordé de pronto de su aficción por los títeres- me despla un poco más lejos, hasta el Retiro. El guiñol me mantenía hipnotizado, parados los pensamientos, como viéndolo todo en una panorámica desde fuera, con el personaje que creo ser sentado en el suelo junto a los niños. Durante la actuación, un mimo -en quién no reparé hasta entonces- estuvo repartiendo folletos entre el público. Al pasar por delante de mí, recogí mecánicamente el papel y lo guarde entre las hojas de un libro de Han-Shan.   
Cuando terminó el teatrillo sentí la necesidad de apartarme a la soledad que había en el centro del lago del Retiro. Una vez allí, saqué el ejemplar de Hiperión para leer algunos poemas. Fue entonces, al ver la cuartilla, que eché una hojeada al texto, más por inercia que otra cosa:
- Falsedad nº 1. Estamos convencidos de que la consciencia que está leyendo estas palabras es una entidad que reside dentro del cuerpo, mientras lo demás, lo externo, es el objeto de ella, de su conocimiento. 
Puse rumbo al embarcadero, dándole vueltas a aquellas palabras; pero sobre todo a los hechos, que parecían salidos de una novela tipo "El lobo estepario". Al subir las escaleras me di de bruces con Saleta que esperaba turno para montar. La sorpresa fue mayúscula, pero al menos explicaba de dónde había salido el papelito.
Algo nervioso, acepté la invitación que blandía para montar en una barca. De nuevo, cogí los remos y regresé al centro del lago con ella. El sol extraía una luz anaranjada a un monumento, hecho en granito, de un rey a caballo cuyo nombre no importa. En las escalinatas, la gente que tenía cámara se hinchaba a hacer fotos. Saleta rompió el silencio y me dijo que todas las imágenes del mundo estaban ya rodadas, lo que aproveché para contarle lo que había leído al respecto en una página de neurociencia.
- Cuando nos decidimos por tomar café o té, una parte de nuestro ser ya tiene elegido eso -dije-. El ver está sucediendo antes de que concibas el pensamiento "estoy viendo". Oír sucede antes de que tengas el pensamiento “oigo”.  
- Los científicos van siempre por detrás -comentó ella-; aunque eso no quiere decir que no estén en lo cierto. Nunca hay una entidad individual que esté percibiendo nada. Es más: ni tú ni nadie puede hacer que comience la percepción ni que se pare. Cuando la conciencia cree erróneamente que existe una persona separada y se vuelve consciente de ser esta, se "monta" la ilusión del yo y lo mío: mis pensamientos, mis emociones, mi vida, etc. 
Demasiados "mis", pensé yo, para alguien que existe solo como si existiera.
Codorníu.