25 de octubre de 2008

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La vida subjetiva (la vida a secas) viaja en un tren de madera que se detiene en estaciones por las que ya no pasa.
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Lo que ocurre del otro lado de la ventanilla es un viaje simétrico, tan genial e invisible como un mandala de colores ocultos.
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Esta semana, mi ordenador de alfarero -da igual si hubiesen sido las mareas- me ha devuelto un trozo de alguien que pude ser yo mismo.
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Los que entráis desde siempre os sonará este texto (escogido expresamente), que a mí me sigue conmoviendo.
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Perdón por repetirme.
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«¿Qué es lo que se revela con tanta nitidez desde las soledades veteadas de un mostrador de mármol, mientras las lágrimas de todo un hombre caen en un vaso de cerveza semivacío?
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Me he hecho esa pregunta esta noche -que he visto algo así en un bar- a la salida de la estación Central de mi pueblo. Y es que, a veces, cuando salgo a pasear, después de tirar la basura, doy la vuelta por delante de esa estación, porque quién sabe si en el viento sigue habiendo un mensaje que nos recuerda que viajar también es caminar al contrario de toda esta locura.

Ha sido así, de esta manera que cuento, como he coincidido en la barra con ese hombre de caña y lágrima (curioso aperitivo para un tipo que ni siquiera respondía al textil del sesenta y ocho) que, sin embargo, tenía para mí todo el crédito del Banco Mundial de mi corazón, porque garabateaba en una servilleta de papel algo de lo suyo... eso sí: mal controlado por su mirada húmeda.

No era alguien conocido; no penséis. Ni siquiera era mi rostro en el espejo, como otras noches. Era un corazón gris que, pasado algún tiempo, se levantó del taburete y se marchó. Eso -o sea, nada- fue todo lo que pude retener de su vida; aunque yo -a consecuencia de una cicatriz muy especial que capta a la perfección ocasiones como ésta- me abalancé sobre sus celulosas olvidadas, antes que el camarero las barriese al suelo con la mano automática y ciega de su oficio de plancha y mantequilla...

Poca cosa contenían aquellas bolitas arrugadas: sólo dibujos para matar el tiempo. Salvo una, la última, que leo textualmente: "Tienes que aprender a olvidar; pero sobre todo tienes que aprender a recordar. Que no te pase como a mí: que no he sabido hacer bien ni lo uno ni lo otro"

¿Quién era? ¿A quién se lo decía? ¿Tal vez a un hijo, a un amigo, a sí mismo...?

No pude preguntárselo. Confío -ya que sólo eso me queda- que mientras la semilla engañe al cuervo, no todo estará perdido. Por ahora, los mercados aún no han decidido si ocultarnos o no a la vista de los consumidores. Nos toleran -a este hombre, por ejemplo, y a mí- e incluso saben sacar rentabilidad a nuestras singladuras. Pero... ¿tendrán los cubos y los cepillos suficientes para borrar nuestro dolor pintado por todas las paredes, tapias y servilletas del mundo que yo conozco?

Esperemos que no; o que quede todavía algo de tiempo antes de que nos encalen los morros, o nos pongan servilletas de esparto por los mostradores, o se den cuenta de lo peligrosa que puede ser nuestra memoria.

Yo rezo para que nos quede, al menos, un tiempo circular como el de los estoicos; y que la esperanza de volver, nunca se pierda...»

Codorníu
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18 de octubre de 2008

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"Cuando quise volver,
ya no sabía donde estaba.
Hasta que algunas aves se levantaron
de los árboles nudosos. Y volaron
señalándome
la dirección
que necesitaba"

...................(Raymond Carver)

Su vida fluyó sin detenerse como una corriente de agua.

A falta de un mar pegado al pie de la ventana, el hombre sin móvil buscaba un riachuelo para el último tercio (como dicen los filósofos hindúes), pero sólo le fue dada una carretera seca a la intemperie. Aún así, cuando la tarde se ponía, tomaba el asfalto que sube al cerro e iba extendiendo a ambos lados un mantel rosa bajo los rayos oblicuos de un sol imaginario. Desde arriba, sobre esa hora (más o menos), las monstruosas siluetas de las fábricas del polígono suavizaban su dureza, y hasta se diría que se conmovían destensando el rayo con el que le vigilaban a diario.

A pocos pasos de él, en la hierba sesgada de la cima, a veces se posaban algunas hojas recién arrancadas por el viento. Su corazón, apenas ya del tamaño de una arbequina, cruzaba con ellas una sonrisa maliciosa y rápida. Pero (cuando se acercaba, intrigado) en su lugar tan sólo hallaba –diseminadas e insensibles a las caricias de la brisa otoñal- unas rebanadas de pan Bimbo y el cobre verdoso de las circunstancias, que iban tomando ya el color azul de los sueños.

Codorníu.
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12 de octubre de 2008

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Entre el lunes próximo y yo, crece un cañaveral de miles de segundos. Desde el viernes al domingo por la noche, me escapo zigzagueando por donde no me encuentre el otro Pepe: cines, libros, el blog, mostradores, periódicos...
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Lo malo es que, dentro de estos otros maizales, tampoco sé quien soy. Sólo sé que ya ni recuerdo el verano, cuando se me ponían los ojos brillantes. No miento si digo que cada vez siento menos y recuerdo más, como escribía Cortázar. Que parece que el folio de mi vida se plegó en varios trozos. Que la voz (si la hay) llega de tan lejos, que es un sueño perdido entre dos páginas.

Por eso cierro los ojos, y los abro cuando la sala recobra los siseos y todos han agotado las palomitas. ¿Qué es cierto en todo esto?, me pregunto. La desolación al ver las butacas vacías requeriría un capítulo entero. Bastaría con adelantarse un poco, atravesar la espesura, salir a otra cosa: algunos (no sé cómo) encuentran la puerta...

Pero... qué más decir: todo aquello de Cuba se aleja en esta oscuridad otoñal, mientras busco el mando del garaje para que se levante el cierre de mi vida.

Habría que estar por fuera y entenderlo. Pero ahí no hay nadie. Únicamente dentro de mí, dos homo sapiens igualmente ignorados. O dos vacas corneándose, como diría un cuento Zen. Entes incomunicados que se empeñan en escalar solos el cielo raso. Curiosa fosforescencia de luciérnaga.

No me hagáis caso. El tobogán es mío.

Codorníu.
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9 de octubre de 2008

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«Primero, la hipoteca; luego, comer», me dijo ayer desde el otro lado de la barra mientras anochecía y yo intentaba terminar Rayuela.
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Su voz conservaba el susurro dulce de Centroamérica; y sus cejas -dos sauces- se elevaron al hablarme sobre la pena negra en que le estaban envolviendo los mercados.
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Es hondureño. Trabaja en la taberna donde entro al regresar de tirar la basura sorteando las farolas. No escribe en servilletas, las barre. Y pone aperitivos de cansancio, en silencio.

Su mujer lleva dos meses buscando lo que sea: hostelería, portales, casas…

Tienen dos niños, van a un colegio aquí al lado, a veces me cruzo con ellos. Sus padres quisieron hacer lo que todos... «¿para qué iban a pagar un alquiler? »

Juan -llamémosle así (es lo único ficticio en todo el relato)- recuerda la ilusión con que pagó la mensualidad del primer año, 600 euros: todavía los dos trabajaban. Este mes de septiembre, cinco años después, han alcanzado ya los 950 por las subidas del maldito euribor.

Como es un "mileurista" auténtico, todo lo más le quedan para empezar el mes 50 euros.
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Anoche, delante de mí, el dueño le dijo que se llevase los macarrones que habían sobrado de las cenas, en total dos o tres raciones.

«Para los niños», añadió aproximándose a Juan.

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Y después, en tono paternal:
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«Ya sabes: primero, la hipoteca»
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(Canta Quintín Cabrera, uruguayo, que sabe hablar mejor que yo de estas cosas)
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Codorníu
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2 de octubre de 2008

Al encender la lámpara de la mesilla de noche (esa que semeja a una cañería reventada que me costó un pastón en una feria de artesanos de Santiago), vuelvo a ver el mismo cuadro coronado de nubes a los pies de la cama.
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Aunque no lo parezca, es un alivio a las tres y media encontrarse con eso. Alguien, muchos, varias manos me daban vueltas y vueltas en un sueño y tuve que despertar. Con los ojos tapados. Con la angustia. Con los acantilados de un híper tan cerca de mi casa.
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La gallina ciega se llamaba la pesadilla. Qué curioso. Estaba soñando (ignorante de mí) frente a un embarcadero envuelto en la bruma de la ría de Arosa: farolas violáceas a punto de apagarse, rumores de voces que salían de alguna barca de modestos contrabandistas de cartones de winston, chapoteos, murmullos…
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Consulté el plano que guardo en el cajón (otros guardan pistolas): estaba perdido. Sentí que había cruzado una aduana sin moverme del punto en el que estoy. Traté de palpar para encender la radio... pero sólo conseguí que la alfombra acallara el choque de mi mente al caer de cabeza. Qué sarcasmo: otra frontera en círculos. Fascinante, me dije. En ese momento, bajo un haz de luz que imaginé sobrenatural, una figura con sombrero -¿Chagall?- me pareció que se recortaba junto a la ventana.
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Tal vez era la lluvia, cantando como el arpa. O el otoño, siempre entrando por el mismo sitio del calendario.
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O la brisa, moviendo el corazón....
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Codorníu.
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