25 de diciembre de 2015


"Se ha escondido
 en el bosque de bambú
 el viento de invierno".
                  (Basho)

Lleva un tiempo fundido el plafón de la entrada. Apenas se ve por la noche para echar los cerrojos y poner la cadena. Debería tener siempre repuestos de todo porque no sé cuándo podré bajar a la calle. De paso, también necesitaría yogures; el sábado no quedaban en el híper. La realidad se ofrece siempre con un lenguaje simbólico, no sería nada extraño que un día las imágenes de los espejos saltasen a la cadena humana. 

Cada año que pasa me cuesta más trabajo subirme a la escalera de mano. Además he notado cómo se me acorta la vista y veo peor; puede ser que no me guste lo que veo, tal es mi karma. Tendría que recoger las gafas en la óptica; hace poco encargué unos cristales nuevos, aprovechando aquellas monturas de Saleta que siempre aparecían por los cajones inesperadamente.

De esa forma me vendrán mejor a la mente reflexiones como estas: "La ilusión del yo separado está ahí, reclamándose autor de la experiencia. Es un pensamiento, tan solo un pensamiento...  pero firmemente asentado: imagina que la luz del conocimiento, la consciencia, está ubicada en (y limitada a) este pequeño cuerpo-mente". 

Afortunadamente, el ruido de la secadora ha parado. Ya no se oye el molesto "clinc" de las hebillas y las cremalleras contra el bombo de metal. Ahora solo queda el silencio de fondo, la oportunidad de observar al observador hasta que en un futuro pueda estar presente con los ruidos. 

Codorníu. 

21 de noviembre de 2015

El auténtico valor de un ser humano depende, en principio, de en qué medida y en qué sentido haya logrado liberarse del yo.
Albert Einstein, Mis ideas y opiniones.

Fui consciente de lo que llovía cuando estábamos refugiados ya bajo un alero próximo a la entrada del Botánico. Con cada racha de viento, las ramas de los arces más viejos asomaban sus quejidos por entre los barrotes de las verjas puntiagudas. Cuando escampó, caminamos hasta el metro tratando de no pisar los charcos, estorbándonos mutuamente al andar. Esta noche, se nos va a jorobar el paseo, dijo Saleta tras uno de esos "encuentros de cadera". Para reforzar sus palabras, me pasó la mano por el hombro, enseñándome la palma empapada. No se había puesto la capucha, y su pelo brillaba ensortijado en caprichosos bucles. 

Algo, que no terminaba de vocalizar bien, comenzó a vibrar en sus labios cuando le recordé que aún no me había dicho cuándo se iba. No quiero que me tomes por loca, me pareció entender. Pero esta Saleta que ves fuera no pasa de ser un mero pensamiento que está llamando a la puerta de tu corazón desde dentro. Este fue el penúltimo gallardete de palabras que salió de su boca antes de que la lluvia levantara de nuevo un biombo de silencio entre los dos. 

Al llegar al pie de las escaleras del metro, se despidió con un lacónico «La persona solo aparenta ser; pero es absolutamente inexistente». Al alejarse, una sonrisa muy suave bajó de sus pupilas hasta la comisura de unos labios, donde el tiempo había borrado para siempre las huellas de los míos. 
Codorníu. 

29 de octubre de 2015

La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque, aún no ha tocado el suelo.
                     Dylan Thomas
En una de las últimas ocasiones que encontré a Saleta terminamos en la terraza del Achuri. Era un mediodía de otoño con el suelo mojado y los árboles a medio pelar. Habíamos bajado hasta Lavapiés sin escurrirnos y sin sentir el paso del tiempo, como siempre que estábamos juntos.

Aunque nunca me dijo lo más mínimo, ahora, que me van cuadrando las cosas, creo que por aquel entonces ya sabía que se iba. Delante de un gin-tonic, en un momento de intuición, le manifesté mi miedo a encontrarme solo ante el vacío. Desde aquí me parece una charla tan lejana como inexcrutable. 

Aprende a cultivar la soledad, me dijo. Es muy importante aprender a estar solo. Y tras una pausa, como si quisiera explicarse mejor, añadió: Procura pasar el mayor tiempo posible contigo mismo.

Yo no soy un tipo solitario, protesté. No valgo para eso.

Lo que digo no significa que uno deba ser solitario, sino que no debiera aburrirse en su propia compañía, dijo Saleta. En ese terreno es donde tu personalidad tiene miedo. Vaya... la tuya y la de todos.

¿Miedo? ¿Por qué?, pregunté extrañado.

Porque el personaje sabe que va a morir cuando descubra que no tiene ninguna existencia real, ya que todo lo que hay en el mundo manifestado no puede ser más que conceptual. Por eso. 

Se hizo una pausa muy grande. Quizá Saleta esperaba algo de mi parte que le diera pie para entrar en detalles. Yo me deshacía en esfuerzos sinceros por entenderla. Al cabo de un rato dijo que tenía frío, se levantó para pagar en la barra y al salir me tiró un beso desde lejos. 

Codorníu.

22 de septiembre de 2015

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Te recuerdo como eras en el último otoño.
Eras la boina gris y el corazón en calma.
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo.
Y las hojas caían en el agua de tu alma.
                      Pablo Neruda.

Quiero disfrutar de esta estación que empieza. Temo que se me acabe en un pispás, y la vida me hunda en las noches frías del córtex donde no llega la luz del corazón. Me asalta la tentación de retener el otoño para siempre y por la fuerza; suplicar que no huya de la vida cercana y cálida, de la "Piedra pequeña como tú" de León Felipe; que me mantenga lejos de las casillas infinitas de los conceptos, del fractal despiadado de la autoría culpable. 

No quiero que llegue ese pozo inerte de los inviernos con sus pupilas tristes y su mirada mate. Me chifla ir al puesto del mercado donde me reconocen y reconozco al otro, y dar muchas vueltas a la tarde hasta caer, cual derviche, con los párpados desplomados por el cansancio diario. Y en pleno duermevela, ventear esa hoja que huele a Saleta, sentirla caer a cámara lenta; soñar que me hago uno con ella y me poso cual mariposa en la madera intraducible de aquella taberna que salía en “El lobo estepario” de Hesse, donde ella me enseñó a mirar con ojos de puente que vela un cauce seco.

Codorníu.

8 de febrero de 2015

Ante el 104º cumpleaños... ¡Felicidades papá!


El mundo da muchas vueltas. En ciento cuatro años ha dado, exactamente, treinta y siete mil novecientas ochenta y seis vueltas sobre su eje, si tenemos en cuenta los días veintinueve de febrero, y las obvias ciento cuatro alrededor del Sol. Y todo para acabar en el mismo sitio. Bien podría decirse que el mundo es gallego. Al fin y al cabo, nadie como un gallego puede enseñarnos que no hacemos sino marcharnos sin irnos del todo definitivamente; es decir, que nunca terminamos de regresar, a pesar de que pongamos nuestro verdadero empeño en eso. A la sucesión de tales rupturas incompletas y retornos inacabables hemos dado en llamarle vida. Así que, simplificando los términos de la igualdad, podemos afirmar que nadie como un gallego puede enseñarnos a vivir.

Tenemos el ejemplo claro en mi padre, en cuyo derredor nos reunimos hoy para celebrar no sólo su cumpleaños, sino su presencia y su influjo. Ha abierto los ojos en treinta y siete mil novecientas ochenta y seis mañanas, y en otras tantas noches los ha cerrado. Entre ambos gestos, ha sido testigo de siembras y cosechas, de tormentas y sequías, de la belleza y de, como escribió Rilke, su continuación: lo terrible. Demasiados años de oscuridad, de silencio impuesto y con el puño crispado, dentro del bolsillo, eso sí -no fuera alguien a sacar conclusiones-, ha visto como su Galicia se desgajaba por el mundo, trasterrado también él, y como su nación pervivía en cualquier otro lugar del planeta. Ha conocido la novedad del teléfono, del automóvil, de la radio, del cine y la televisión, del ordenador e Internet; ha levantado la vista para contemplar el vuelo de los aviones, a veces con asombro, a veces con terror, y ha sido testigo de la llegada de un hombre a la Luna. Pero mi padre no ha sido sólo testigo -siendo el de testigo, en mi particular mitología, uno de los más grandes cometidos que un hombre puede afrontar-, sino actor y autor de su tiempo, de los muchos tiempos por los que ha transcurrido y los que aún ha de transcurrir. Ha trabajado cuanto ha sido preciso para sostenerse a sí y a los suyos e intervino en la malsana guerra que aún nos aturde ejerciendo una de las más nobles labores que puedo concebir: la de sanitario restañando las heridas de los combatientes por la libertad. 

Mi padre ha recibido y entregado amor y amistad; ha saludado a los recién llegados con devoción; cuando tocó se ha despedido con dolor, con gratitud, con entereza… y ha caminado; siempre ha caminado. Su figura fue parte importante del barrio en que vivimos durante bastantes años. Un Madrid antiguo sin Pepe andando y observando a su alrededor ha sido tan inconcebible como una muralla que asoma su mampostería sin Lucio o sin El Chotis. Aún recuerdo con cierta prevención (por no decir pánico) aquellos trancos de kilómetros en julio y a mediodía a los que se aventuraba sin que yo tuviera los “argumentos” precisos para acompañarlo. Pero de él no hemos de aprender a caminar, sino cómo caminar: con firmeza y lentitud; con sinceridad y socarronería.

Cierta sentencia muy extendida nos invita a vivir cada día como si fuera el último. Dicho aforismo, además de ser falso y malintencionado, es hortera. Sólo a un tipo de cortas entendederas se le ocurre renunciar al mundo de una sentada. Prefiero la actitud de mi padre: Cada día es el primero, y aún lo es después de treinta y siete mil novecientos ochenta y seis, y a él asiste con curiosidad, con asombro; con el deseo intacto y la inteligencia dispuesta y ávida. No surgen de él comentarios vanos ni preguntas de compromiso; no hay vigilia desaprovechada ni sueño por hartazgo. Ya sabéis que si lo encontramos en una escalera no habrá dios capaz de dilucidar si sube o si baja, pero tampoco nos importará. Lo esencial es que está, que va a estar siempre, enseñándonos lo más importante: que nunca debemos dejar de aprender con una mente de principiante, que es, ni más ni menos, uno de los mejores modos de amar que existen.

¡Muchas felicidades, papá!

Codorníu. 


3 de enero de 2015



"Andábamos sin buscarnos; pero sabiendo que andábamos para encontrarnos."         

(Julio Cortázar, Rayuela)

‘El hombre sin móvil’ se ha preguntado muchas cosas en estas noches de jolgorio, apoyado en la barra del bar de la estación Central de su pueblo. Tiene la costumbre de pasar por allí a tomar la penúltima y, después de tirar la basura en los cubos, hacer algo por sí mismo antes de que termine un día más: las estaciones son lugares que ni pintados para eso. Quién sabe si en el viento, se dice, sigue grabado aquel mensaje de Bob Dylan, que le recordó en el pasado que viajar era también caminar al contrario de toda esta locura.

Y ha sido así, de esta manera tan fortuita, como coincidió en la barra con esa mujer de agua mineral y lágrima –curioso aperitivo para introducir a la portadora de aquella pequeña botella de plástico– que, al igual que él, también hacía garabatos en servilletas.

No era alguien conocido. Ni siquiera era su propio rostro en el espejo como otras noches. Era una persona gris que, pasado algún tiempo, se levantó del taburete y se marchó. Eso (o sea, nada) fue todo lo que pudo retener de su vida; aunque ‘El hombre sin móvil’ –a consecuencia de una cicatriz muy especial que captaba a la perfección ocasiones como ésta– se abalanzó sobre aquellas celulosas olvidadas, antes que el camarero las barriese al suelo con la mano automática y ciega de su oficio de plancha y margarina.

Poca cosa contenían aquellas bolitas arrugadas: sólo dibujos para matar el tiempo. Salvo una, la última, que decía textualmente: "Tienes que aprender a olvidar; pero, sobre todo, tienes que aprender a recordar. Que no te pase como a mí: que no he sabido hacer bien ni lo uno ni lo otro"

¿Quién era? ¿A quién se lo decía? ‘El hombre sin móvil’ no pudo preguntárselo. Pero sabe de sobra que hay circulando por ahí una literatura que no acepta las normas. Que no pasa por las editoriales, porque está convencida que no hay semillas que puedan engañar al cuervo en su sabiduría. Este, al menos, sigue confiando en que nunca consigan los cubos y los cepillos suficientes para borrar ese dolor pintado por todas las paredes, tapias y servilletas de tantos mundos internos ignorados.

‘El hombre sin móvil’ espera, además, que quede todavía algo de tiempo antes que a tipos como ellos les encalen los morros, o les pongan servilletas de esparto por los mostradores, o se den cuenta de lo peligrosa que puede ser su memoria.

Y, por último, aunque no cree, reza porque esto sea un tiempo circular, como el de los estoicos; para que la esperanza de volver a encontrarse con aquella mujer de la botella de agua mineral que escribía en servilletas de papel, nunca se pierda...

(Servilletas de Nochevieja -un cuento de Navidad recuperado.)
Codorníu.