31 de mayo de 2009

La habitación es muy sencilla. Individual, limpia, con un ventanal muy luminoso desde el que se ven pasar los coches de la autovía.

A diario, salgo de trabajar y voy a verle; a estar con él, por si necesita algo. Porque hablar, lo que es hablar, apenas dice nada. Esta vez ha tenido suerte. Había sacado el billete para el gran viaje, pero se lo han descambiado en el último momento.

Así he pasado ocho días, al lado de su cama, con el corazón en un puño. Todavía es pronto para valorar las secuelas de lo sucedido. Tampoco hoy le han dado el alta los médicos. Una de ellos, que parece la jefa de Psiquiatría, no se siente segura. La comprendo. En su caso, otro estaría subiéndose por las paredes. Pero Chumpéter, no. Hay algo en su mirada que me recuerda a los presos que no quieren salir de la cárcel. Tampoco ha hecho caso del libro de Carlo Lucarelli que le dejé ayer. Almost blue es una joya, le dije. Ha recuperado a muchos como tú.

Por toda respuesta, al cabo de un rato exclamó sin mirarme: Hazme caso, Pepe, mejor pobre, que solo.

-Tú no estás solo, estoy yo -le contesté tajante y convencido.

Pero mis palabras le entran por un oído y le salen por otro. Como aves migratorias, van hacia el cuarto de baño camino de la taza. Me anticipo corriendo; por fortuna, son lentas.
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Bajo la tapa; pongo el tapón del lavabo, del bidé; repaso cualquier agujero.
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Cuando se cansan de buscar, regresan al lado de Chumpéter, y suplican ser admitidas. Se deshacen en carantoñas por encima de su cabeza como aureolas de humo. Es lo último que veo antes de salir de la habitación.
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Codorníu.
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23 de mayo de 2009

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Al encender la lámpara de la mesilla de noche, Chumpéter vuelve a ver el mismo cuadro a los pies de la cama según lo dejó ella: un paisaje de nubes bajas, como un mantel tapando el agua; ocultando a la vista las barcas, los detalles. Se trata de un regalo que se hizo a sí misma, la isla de Alcatraz, colocado a bocajarro para despertarse cada mañana con esa visión simbólica de la existencia.
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Cada cosa en la casa sigue en el mismo sitio, él no ha cambiado nada. A fin de cuentas, esa pintura es una de las pocas referencias que mantienen a raya las pesadillas. Los psicólogos sabrán por qué unas cosas son así, y funcionan; y otras no.
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Cuando suena su risa –todas las noches suena–, el dolor del recuerdo le hace pegar un bote y sentarse en la cama. Varias manos le dan vueltas y vueltas en un sueño del que tiene que escapar angustiado, con aquellos ojos perdidos de loco, temiendo despeñarse por los tejados de un híper al que se ha subido para escapar. Al final, cuando para la risa, cree caerse por un patio de luces, donde se estampa sobre los estantes de desodorantes, detergentes y pastillas para el lavavajillas.
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La cadena de ruidos, al desparramarse todo por el suelo, le sobresalta escalonadamente. Acto seguido –se lo conoce de memoria–, viene el mismo monólogo interior y los mismos reproches. Chumpéter rumia y rumia que esa noche tenía que haberla sacado de allí a tiempo, que estaba convencido que tarde o temprano pasaría, que hasta eso tuvo que salir mal...
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Como cada madrugada, saca la libreta que le hizo comprar el psicólogo, y comienza a escribir otro sueño: «La gallina ciega, título para una pesadilla» La escena, en principio apacible, incluso bella, transcurre siempre frente a una isla envuelta en bruma, tan lejos, tan distinto todo de estos descampados donde farolas violáceas parpadean a punto de apagarse. Los rumores de voces, que salen de alguna barca de modestos contrabandistas de cartones de winston, son meras sirenas que cantan en su imaginación entre los chapoteos de algún pez y los murmullos de las corrientes. Pero eso dura poco. Cuando la bruma se disipa, aparece su rostro, su risa, su mirada.
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En esta ocasión, como en otras, saca del cajón las pastillas. Cada vez que despierta asustado, palpa el vaso con agua. A punto de tirarlo, piensa en el esfuerzo que tiene que hacer cada noche para seguir viviendo. La alfombra acalla el choque del frasco al escurrirse entre sus dedos. La sonrisa que tenía Saleta –allí tumbada en el tresillo cutre del almacén de la taberna– aparece en su mente en cuanto baja la guardia a la menor torpeza. Todo ha llegado a ser tan automático, tan infalible... como la tomenta de esa noche, siempre entrando puntual por la misma ventana del cuadro. Los montones de olvidos, apilados con tanto trabajo, se han deshecho en segundos.
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Deja la libreta en la mesilla; sabe que no lo ha contado todo, que el frasco sigue en el suelo, junto a las zapatillas. Con un hilo de voz, repite «No puedo más, no puedo»; pero eso no lo escribe. Ni lo que viene luego. Por fin estira un brazo, falla; pero lo coge a la segunda y, lentamente, desenrosca la tapa...
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Codorníu.
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18 de mayo de 2009

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El poeta del compromiso...
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...y del amor.
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Una mujer desnuda y en lo oscuro
genera una luz propia y nos enciende
el cielo raso se convierte en cielo
y es una gloria no ser inocente
una mujer querida o vislumbrada
desbarata por una vez la muerte.

Hasta siempre, Mario. Gracias infinitas.
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16 de mayo de 2009

Ha muerto un maestro.
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..La oscuridad es muy importante;
...porque así como la luz es de todos,
la oscuridad es mía, es personal.


Carlos Castilla del Pino.
Gracias.
En El País de hoy, sábado, aparece un artículo que lleva por título "La lucidez de un resistente". Éste es el enlace:
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En esa misma página, abajo del todo, hay más enlaces a otros cinco artículos que publica el periódico sobre este extraordinario humanista:
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10 de mayo de 2009

Cuando Saleta se llamaba Thérèse


Han pasado muchos años y no debe quedar nadie en el mundo que fume Celtas con filtro. Tampoco que encienda ya con un Flaminaire niquelado de aquellos que abundaban en los años sesenta. A estas alturas, ¿quién podría pasar esta singular selección? Y de superarla, ¿quién estará pendiente cada lunes para que nunca falte un caramelito de L'Ile de Ré en aquel asiento del andén del metro de Sevilla?

Los recuerdos me agobian al remover armarios sacando la ropa de verano para guardar la otra, la de invierno…  una rutina, que me sirve para contar los años que hace de todo aquello. Y es que no hay primavera que no aparezcan por algún lado aquellas gafas redondas de espejo, que Saleta dejó sobre el asiento del andén antes que aquellos tipos la trincaran con sus manazas. 

Las gafas aún conservan el polen de sus dedos en la montura. Solo yo sé lo que siento cuando mis yemas las rozan antes de sacarlas de la funda con cuidado: me pongo nervioso, me tiemblan las manos y me burbujea aquella cosa en el estómago como entonces, cuando escuchaba su voz al otro lado del teléfono con aquel tono dulce y suave, que me decía escuetamente: «Soy Thérèse... Ha llegado una caja de caramelos para Codorníu», y colgaba.

Durante los mejores años de mi juventud recibí esa llamada una vez por semana. Exactamente, los domingos por la noche entre las diez y las once, cuando la gente está cenando. Así fue durante cinco años. Al día siguiente, a las tres en punto, cuando salen a borbotones los trabajadores de los bancos, bajaba al andén del metro con el estómago encogido. La estación de Sevilla, a esta hora, era un lugar seguro, me repetía. 

(En el asiento que está pasada la última papelera, justo al pie de un anuncio enorme de cafés “La Estrella”,  hay una mujer joven que oculta su mirada con unas gafas de espejo de montura redonda. El día que no las lleve puestas, el chico sabe que no tiene que acercarse. Se llama Thérèse. Un nombre tan falso como agradable al oído al deslizarse: Theguèsss...)

Cuando todo es normal, al llegar a su lado ella se levanta y yo ocupo su asiento. Ni un gesto, ni una palabra... En escasos segundos, la chica desaparece entre el público que se hacina esperando la llegada del metro. No la sigo con la mirada. El sentido común me dice que es mejor que no mezcle. Una vez, lo hice saltándome las normas y, durante un chisporroteo de segundo, descubrí anonadado que sus piernas eran bonitas...  De sus ojos no puedo decir nada, porque nunca los he visto sin gafas.

(En esas horas punta, los trenes pasan cada poco. El primero que aparece, llega abarrotado. Ella no lo habrá cogido, nunca lo hace. Al revés: se mezclará con la gente que sale de los vagones, y lo más lógico es que haya atravesado al otro extremo del andén y vuelva a salir a la calle. Quién sabe. El tren pita la primera vez para avisar que se van a cerrar las puertas. Entonces, aquel chico joven que no lleva el pelo largo ni una chaquetilla verde y sucia de la guerra del Vietnam; ni una boina al estilo del Che, ni barba, ni nada que huela a la juventud de su época… saca de debajo del asiento el pesado y voluminoso envoltorio de caramelos de La Rochelle, y de tres zancadas rápidas alcanza la puerta del vagón, a riesgo de cargarse el traje y arañar unos relucientes zapatos Martinelli. Así, a lo bestia,  asalta la empalizada de codos y caderas, y empuja la masa con el culo sin parase en modales. Instintivamente, abraza con fuerza contra el pecho la enorme bolsa de golosinas francesas: siempre la misma marca, L'Ile de Ré. Aunque nunca la misma bolsa).

Dos días después, todo lo más, las escaleras de las facultades, las bocas de metro, las calles principales de los barrios de Madrid y las puertas de las fábricas del cinturón industrial parecen campos de amapolas blancas tras la siembra nocturna de panfletos, que han seguido pasando de mano en mano... Y así, durante cinco años, los mejores de mi juventud.

(Hasta que un lunes, al bajar al andén, se queda de piedra al ver que Thérèse no tiene las gafas puestas: las ha dejado sobre el asiento de plástico azul, y está de pie, de espaldas a las vías, mirando como alelada el gigantesco anuncio cóncavo de cafés La Estrella. El chico de los Martinelli pasa de largo junto a ella... Casi la roza; de hecho, quisiera hacerlo; pero se detiene a pocos metros, sin poder dar un paso más, disimulando de lado, conteniendo el aliento... Coincidiendo con la llegada del tren, el chico ve como del remolino de mareas humanas surgen unos hombres que aprovechan para sacarla de allí hacia la salida. La figura de Thérèse sube y baja como dando saltos de gorrión; con la cabeza baja, colgando... lo más parecido a una muñeca hinchable entre los policías de paisano). 

Sé que sabe de sobra dónde me encuentro -de hecho pasa tan cerca que puedo sentir su respiración agitada-; pero ni siquiera levanta la vista para mirarme...   

Codorníu.


8 de mayo de 2009

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Saleta siempre intentaba beber sin mancharse; pero los cubitos se descolocaban solos entre el cristal del vaso y sus labios, poniéndole perdido el pantalón vaquero.
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Para ella ya no quedaba nada fácil en la vida. Más bien, todo era un gran descontrol. Incluso las botellas de Havana Club, ya no venían con regularidad. Que no había, le decía Carmelo, el camarero. Saleta, entonces, se alejaba de la barra sorteando columnas invisibles, y se iba a casa.

Un atardecer que Chumpéter pasó por el local, coincidió con ella. Le pedía, le imploraba a Carmelo con la mirada, el último cubata de cansancio.

A medianoche, Chumpéter se cansó de intentar lo imposible. Carmelo, el camarero de ojos pequeños, salió a levantarle el cierre. Ambos cruzaron un gesto de cabeza significativo en la puerta: era obvio que Saleta se estaba despidiendo del mundo. El estrépito -por tanto- que les sobresaltó, no les cogió del todo por sorpresa. Los dos sintieron a su espalda el ruido de las sillas en cascada al golpearse unas con otras, empujadas a su vez por la caída de la mujer.
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Ninguno se arrodilló corriendo junto a ella como habían hecho siempre que tocaba borrachera. Tampoco la arrastraron por los brazos hasta el pequeño almacén, donde la dejaban con cuidado para que durmiese la mona en un viejo tresillo que ya tenía su forma. Esta vez, tras comprobar que respiraba, Chumpeter le puso la chaquetilla blanca de Carmelo bajo la nuca a modo de almohada, y llamó al 112.
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Luego, me llamó a mí. Pero, cuando llegué corriendo, ya era tarde.
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Codorníu.
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1 de mayo de 2009

Hoy es Primero de Mayo. Como si estuvieran siguiendo al pie de la letra el guión de los personajes que salen en Castroforte del Baralla, los trabajadores del siglo XXI no aparecen en los mapas. Los pocos que asoman la nariz, amenazan con desaparecer de puente en una prodigiosa levitación, para según qué cosas o qué momentos.
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Al igual que en la famosa novela de Torrente Ballester, en un día como hoy nos encontramos con acciones paradógicas, imágenes disparatadas, suicidios socráticos de seres anónimos que prefieren para su vida la cicuta de los rencores individuales. En cuanto a reflexiones sociales, comoquenó. No vaya a ser que arreglemos el mundo. Lagarto, lagarto.
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No quiero recordar las manifestaciones de mi juventud, esta vez no. Tampoco escribo para criticar la conducta de nadie. Faltaría más. Ahora que lo pienso (o mejor: que lo siento), me alegro de no ser un buen fotógrafo. Ni siquiera me llevo la cámara a la mani, ¿para qué? A pesar de la que está cayendo con la crisis, sé que la realidad me ofrecerá en bandeja la cabeza de la Historia en forma de calles vacías.
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O levitando.
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(Entrad en esta página. El documento, en este día de 1931, es muy emotivo)
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Codorníu.
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