12 de julio de 2017


"Caeremos en las cerradas y espejadas catacumbas del sueño, y allí, a la pálida luz, descubriremos la osamenta y el polvo, los tristes restos de alguien que habría podido existir si no hubiésemos ocupado su lugar". 

                         (Mark Strand, Tormenta de uno)


Después de cursar un año en la Escuela de Ingenieros de Caminos, pasé los siguientes cuatro años matriculado en Económicas, concretamente en la rama de Econometría. 

Estando en primer curso, conocí a Saleta; aunque solo de vista, claro.

Todos los lunes nos veíamos sin mirarnos en el andén del metro de Sevilla; fueron cuatro años apasionantes... 

A punto de empezar mi quinto curso se produjo su detención. 

No tuve valor para quedarme en Madrid. El juicio salió al año siguiente, y por la prensa me enteré que le pedían un montón de años. 

Desconozco cuánto me pudieron condicionar estos hechos; pero el caso es que lo dejé todo: mi buhardilla en Lavapiés, mi trabajo en el banco, mi facultad de Somosaguas... y empujado por un no sé qué, marché a Santiago a terminar la carrera y vivir de los gráficos, que no se me daban nada mal. 

Necesitaba emborracharme para olvidarme de ella, y el camino que elegí fue el juego. La suerte hizo que juntase una pequeña fortuna aprovechando mis conocimientos sobre los recuentos de la Onda de Eliot y las series de Fibonacci. Sin embargo, como era de prever -por todos menos por mí-, en una de esas jugadas bursátiles "brillantes" terminé corneado por los mercados. El revolcón fue de tal magnitud que lo perdí casi todo. 

Me quedé con lo puesto: unos pequeños ahorros para vivir modestamente durante algunos meses, y una depresión de campeonato por toda compañía.

Por un anuncio en el tablón de los comedores de la facultad de Psicología -donde iba a comer-, empecé a recibir ayuda en la consulta de un gabinete psicoanalista donde consiguieron "estabilizarme". El Centro se llamaba "Almiya" (Una mirilla para observar el alma, decía el subtítulo) y estaba en una zona de chalets, por la salida a Lavacolla, donde acudía dos tardes a la semana.

En términos económicos, se trataba de una terapia que me podía permitir por los pelos, una vez recortada de mis ingresos la parte para comida y alquiler, conceptos en los que gastaba lo mínimo. Sabía de sobra que dedicaba el principal a algo radicalmente distinto a lo que lo hacía la gente de mi edad, que andaba en otras cosas. Y así me dispuse a sobrevivir a la década del desencanto: los patéticos ochenta. 

Mi vida transcurría sin mayores sobresaltos; había aprendido a graficar con red, a controlar la ambición y a saber mantenerme con lo justo. Hasta que una tarde me informaron en Almiya que mi psicoanalista había obtenido una cátedra en la Universidad de Salamanca, y que la carpeta de mi terapia pasaba a una mujer recién incorporada que, a partir de ahora, iba a ser la terapeuta encargada de sacarme a flote.

Aunque llevaba otro corte de pelo y otra ropa, reconocí de inmediato su mirada. Aún se me pone la carne de gallina cuando me dio paso a la modesta habitación que -como correspondía a la última en llegar- tenía como despacho. El corazón me pegó un vuelco: en cuestión de segundos luché lo indecible y a punto estuve de rechazar el cambio; todo inútil: la tentación fue irresistible.

Para Saleta, la Psicología -entendida como el estudio de sí misma- se había convertido en una pasión sin medida desde su entrada en la cárcel de mujeres. Según deduje, tuvo que trabajar muy duro sobre su historia personal durante los largos años de reclusión. Yo, al menos, la veía perfectamente formada a mis ojos, repito, que no dejaban de ser los de un profano en la materia; pero que no podían evitar echarle unas miradas que se la comían cada tarde, antes de tumbarme en el diván. 
Codorníu.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pura magia este relato Codorniu.

Tú si que está en forma...

Ah y no te riño por no pasar por mi casa, cómo hacerlo cuando soy yo la que llevo más de un año sin pasar por la tuya.

Abrazo