convencidos que cuando dejemos de buscar,
hallaremos.
Hasta entonces, un beso entrañable.
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Saleta, Codorníu, Chumpéter y Pepe.
Pasar al ordenador una servilleta en esta taberna oscura y pequeña con el piso de tierra (y alguna losa de pizarra descolocada) es un sabor difícil de explicar. Aquí, junto a un mar de tachones, se empaña el alma a pocos metros de anónimos existencialistas populares sin buhardilla en Montmartre, rostros afilados que miran hacia la entrada en un afán ciego de labrar el tiempo con la vista. El tiempo… los recuerdos… todo aquello que quedó sin hacer, gira alrededor de cada tonel como un tiovivo donde se elaboran a pelo las propias tragedicomedias. Ante sí, unas copitas de orujo, a corazón abierto, se reúnen sin otro espejo que nuestras propias vidas.
Sin violentar el paso lento de las nubes, ni querer que la borrasca se quite o se ponga, se puede comparecer o desaparecer como la acción de una pieza más de un puzzle que todo el mundo entiende. Por imaginar, puede imaginar uno que sigue allí, escarbando en las rocas cuando el sol hace salir las nécoras, sin que nadie sospeche que lo que busca son servilletas de papel escritas y hechas bolas como aquellas que encontré en desconocidas tabernas de ciudad.
Sonreí al ver aquella horterada en mi cabeza. Se trataba de un sombrero marrón oscuro de peregrino con una vieira en el centro de un círculo formado por la frase Camiño de Santiago. Segundos más tarde, sin embargo, mi reflejo oscilando en las aguas del puerto me hizo sentir un escalofrío por dentro: algo me decía que el mar procesaba con perplejidad los pixeles de la imagen que me miraba desde abajo.
Este rodar de ciudad es un rodar diferente, impuesto; como si te llegase de fuera y se te metiese dentro del cuerpo sin control. Es un rodar que bloquea los sentidos, congela el alma, y la deja a merced de la desesperanza y de los fuertes huracanes de otra clase de soledad. Hasta los meses, en este monstruo crispado, giran al ritmo de las ruedas… Y así pasa, que aquí, la verdad verdadera (esa que no existe) camina tan perdida que no encuentra la claridad que da el tiempo para soltar los recuerdos huecos por la borda. Si acaso, alguna tarde me deja acariciar el cartoné del último libro que me pasó Saleta al despedirnos, aquel “Jacob von Gunten”, de Robert Walser, que ronda en mi memoria tan cuidadosamente dedicado.
Saleta llegó aquí sentada en las sacas del correo aprovechando que la primavera había dejado atrás los temporales de invierno y se podía cruzar en barca hasta el puerto. Tenía su pasado, como todos los seres humanos; pero saltaba a la vista que lo llevaba descosido de pisárselo. Al menos, eso decían sus ojeras; o eso leían las mías cuando nos cruzábamos ocasionalmente por los senderos que bordeaban las escarpadas paredes de granito de los acantilados. Qué más da si, cuando nos vimos la primera vez, esos ojos me parecieron azules como el oxígeno del agua, o verdes como los viñedos de la Ribeira Sacra...
Al atardecer, las mujeres reparan redes a pocos metros. A su lado, la brisa peina y despeina las gaviotas según orientan la mirada con ellas. Tampoco las mujeres de los pescadores pueden evitar echarme una foto de reojo: saben que ando enfrascado en la reparación de algo que se resiste y observan. Sin embargo, les cuesta saltar el abismo cultural que las atenaza, y no saben bien cuánto se lo agradezco. A veces, alguna se atreve y –cuando pasa por delante– me pregunta que si no me siento muy solo. Entonces, los dibujos serpenteantes que hace la espuma a pocos metros de la mesa donde escribo, se detienen a escuchar por si hay respuesta.