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Hace viento; un aire denso, pesado. "Todos deberíamos tener al menos dos salidas", dice alguien hablando por el móvil desde la azotea de enfrente. Las pisadas (alguien pasa por delante del patio donde escribo) vuelan, y se acercan o se alejan por el aire. Las que se oyen (las mías, por ejemplo) separan también un momento que escapa de otro que llega. Palabras, tal vez un poco apresuradas (hay cosas que no pillo), que se cuelan a codazos en este atardecer incrustado de piezas de puzle sueltas. Son frases entrecortadas... como si quien fuera se hubiese metido para dentro y volviera (de pronto) casi a mi lado, junto a unos gatos de apenas quince días, que levantan la cabeza al oír el mínimo ruido. No sé por qué esta gata del Cabo de Gata escogería este lugar. Ahora mismo sigue con los ojos cerrados (entornados, más bien); aunque yo creo que ve, que puede ver cómo por detrás de ella asoman (y se vuelven a esconder) sus gatitos enredados en la obsesión de pillarse los rabos. No se separan para nada en su afán de andarse tanteando. Al tiempo que juegan, se echan pulsos a todo y por todo. Alguien pasa muy cerca arrastrando los pies y los animales arquean los lomos respectivos... algo que a su edad tiene mucho de juego. Yo estuve presente en la primera sorpresa de sus vidas: el ruido de un aspersor en el patio vecino. Ese día apenas podían sujetarse sobre unas patas flácidas y temblorosas. La gata (que desaparece de vez en cuando) no estaba. Por ejemplo, ahora; que se ha ido hace poco. Creo que está buscando un nuevo sitio. Y como vino, se irá.
Hoy he renunciado al mar por escribir. Como él, voy y vengo. Está cada vez más claro que no elijo. Con este viento, ni el mar es soberano. Por la orilla, en los días normales, siempre fluye una brisa que lo vuelve todo menos brusco, menos agitado. Así era más fácil estar afinado con la quietud de la tarde. Entonces se nota como la playa queda aún más silenciosa. Se cierra un maletero de golpe: ¿vacaciones terminadas? Quizá no; tal vez, empiecen. Hay quien llega ahora porque es más barato. El sonido de las ruedas de una maleta señala más bien a esto último como lo más probable.
Pero cada vez queda aquí menos gente y es raro que alguien arrastre una silla de plástico de esas de terraza, o se escuche el agua de una ducha al golpear la cortina de plástico. Tampoco pasa ya mi vecino y dice “no te estreses, Pepe; tú, tranqui”. Aunque si me fijo, hoy (que hay bandera roja) puedo escuchar el arrastre de las piedras en la orilla (cercano, muy cercano, como si fuese aquí mismo). Y de fondo, casi parejo, el batir de la ropa del tendedero de otros o el choque sutil de un anillo al tocar descuidadamente una barandilla metálica con la mano.
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Ha vuelto la gata. Se da cuenta de que la miro y me mira. Cosas que pasan. Cuántas cosas que no vemos, que no oímos, o que las vemos de forma retroactiva cuando ya llevan ahí un tiempo latiendo bajo el cielo plúmbeo, indefinido y revuelto de finales de un verano mediterráneo.
De este lado de mis narices, de este lado de mis gafas de cerca, nada sé de la niebla cotidiana, ni de la trama silenciosa que entrevera las notas musicales del invierno. Como anticipo vuelven a caer otras gotas, esta vez más gruesas, tamaño moneda de dos euros. En la parte del patio que sirve de entrada van apareciendo (cada vez más juntos) lunares oscuros en el suelo. Algunas gotas se atreven a meterse bajo el borde de la mesa, mojando mis chanclas. De mí mismo, ni rastro. Qué bien.
De este lado de mis narices, de este lado de mis gafas de cerca, nada sé de la niebla cotidiana, ni de la trama silenciosa que entrevera las notas musicales del invierno. Como anticipo vuelven a caer otras gotas, esta vez más gruesas, tamaño moneda de dos euros. En la parte del patio que sirve de entrada van apareciendo (cada vez más juntos) lunares oscuros en el suelo. Algunas gotas se atreven a meterse bajo el borde de la mesa, mojando mis chanclas. De mí mismo, ni rastro. Qué bien.
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Cabo de Gata, acabando agosto.
Codorníu
Cabo de Gata, acabando agosto.
Codorníu
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