
Para compensar, Trinidad me gustó muchísimo. Está en la costa que da al Caribe, y es una pequeña joya con calles empedradas, fachadas coloniales muy cuidadas, plazas, iglesias, mercadillos… Y una bebida propia, la canchánchara: un inolvidable combinado de ron y miel, cuya receta detallaré a parte. Además, en un alfar aprendí como se hacían las tejas antiguamente: sobre los muslos de la gente. De ahí su forma actual que conocemos ahora.
De camino, vimos “ingenios azucareros” del siglo XVIII y mansiones coloniales donde vivieron los propietarios de entonces rodeados de muebles, porcelanas, vajillas, cuadros, etc. de origen europeo de encargo: grandes fortunas a pocos metros de humildes cabañas, donde centenares de negros cortaban caña para ellos. Por vez primera accedí al significado lacerante de la palabra "encomienda", y me sentí reparado como hombre al leer la biografía de seres como fray Bartolomé de Las Casas, que tanto se opusieron a esa esclavitud encubierta.
En Santi Espíritus tuve la inmensa fortuna de conocer de cerca una librería para cubanos. Loquito me quedé con los precios. Es lo que tiene -pensé- eso de darle importancia a la cultura: que los libros son baratísimos. Yo compré diez indirectamente a través de un amigo de allí, porque se supone que los turistas no podemos utilizar esas tiendas. Mea culpa. No pude evitarlo.
De Camagüey recuerdo sus plazas y la historia de Ignacio Agramonte ("Va cabalgando el Mayor con su herida...", cantaba Silvio Rodríguez), despedazado por los españoles en la guerra colonial. Y aunque debí detenerme más porque la ciudad lo merece, estaba tan agotado entre el calor y la cantidad de kilómetros que llevábamos encima, que perdoné lo que me quedaba por ver. Sin embargo, me impresionó al pie de su estatua la etimología de la palabra guajiro (war-hero: heroe de guerra), expresión por la que les conocían los yanquees en 1898.
Según me desplazaba hacia Oriente se me fueron haciendo nítidas más cosas: una, que en Santiago predomina la raza negra. Dos, que es mejor el ron de esta zona sin lugar a dudas. Tres, que los principios revolucionarios están más enteros y vigentes. Cuatro, que viven los ritmos caribeños más aún que en La Habana. Y cinco... que me da que aquí no se andan con chinitas...
En Santiago estuvimos visitando el Morro, la casa museo de Diego Velásquez (el primer gobernador español de la isla), el santuario de la Caridad del Cobre, subimos a la Gran Piedra, asistimos al impresionante cambio de guardia (cada quince minutos) ante la tumba de Martí, gozamos con las orquestas callejeras, compramos "ron Santiago", el mejor, y me enteré que la leche es gratis para todos los niños hasta los siete años…
Después de todo esto, la parte de Guardalavaca me la salto. Mi inconsciente es tan sabio que me hizo enfermar, porque no soporta ese tipo de hoteles de tanta alcurnia. Me atendió un médico cubano que tuvo que venir en "botella" desde Holguín, y que me explicó todos mis males de forma maravillosa. Fue un paréntesis que me ayudó a taparme los ojos, y esperar el avión que me llevase de regreso a la Habana. Ya os daré el nombre del hotel para que no vayáis nunca.
Durante el vuelo pude comprobar que la isla sigue siendo un vergel salvaje en el noventa por ciento de su superficie. Un bocado que estará haciendo babear a más de uno en los tiempos que corren. Qué lástima.
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Una vez de nuevo en la increíble ciudad de las columnas, no sólo sané por arte de magia, sino que dispuse de otra oportunidad para disfrutar de dos días más entre esa gente que te llama "mi enmano..." para empezar a hablar de cualquier cosa, y nunca se despide con un "adiós", "...porque eso sólo se le dice a los mueltos".
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(Continuará…)
Codorníu
Codorníu
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