1 de abril de 2011


La calle Zurita salía de la calle Santa Isabel y terminaba en la plaza de Lavapiés, en pleno centro de Madrid. El piso estaba en el número 45, esquina con la plaza, y era muy pequeño.
Nada más llegar, el tío de José Antonio, aquel chico que se vino conmigo desde los campos de siega, me acompañó a casa de un matrimonio amigo suyo que eran de Triabá, una aldea próxima a la mía. Vivían en la travesía de las Vistillas, cerca de la plaza de San Francisco y eran muy buena gente. Allí me dieron una habitación por la que me cobraban 17 pesetas al mes; la comida no entraba, pero me lavaban la ropa. Estos paisanos, se portaron muy bien conmigo, y fueron para mí como mis segundos padres. Me trataron como lo cuento. Se llamaban Jesús y Josefa. Para sus hijos fui un hermano más, y eso no tiene precio en las circunstancias por las que yo atravesaba. En las innumerables ocasiones en que me quedé de más en los trabajos (interno en todos ellos), nunca faltó una cama en aquella casa para mí.
A pesar de mis dieciséis años, ese mes de agosto yo había ganado, segando como los mayores, cincuenta duros. En 1927, esas 250 pesetas era una cantidad muy respetable. Nada más cobrarlas, decidí apartar quince pesetas para mí, y el resto se lo mandé a mis hermanos a Pino. Sabía que en mi casa no había un duro y que tras el fallecimiento de mi madre, mis hermanos habían tenido que pedir dinero prestado para pagar a los curas y hacer el entierro.  Parece mentira; pero a mi edad yo era la única fuente de ingresos en metálico de lo que quedaba de mi familia en Galicia.
Fue pasando septiembre. Recuerdo que todos los días madrugaba mucho para buscar trabajo. Recorría un montón de locales al cabo de la jornada, y terminaba con los pies destrozados. El primer negocio donde me supieron dar señas de un empleo fue una taberna que había en la calle del Rosario. Al preguntar allí me dijeron que tenían unos familiares en Carabanchel Bajo en unas bodegas llamadas “El cruce”. Este barrio estaba bastante lejos del centro, donde yo vivía; sin embargo, me consideré un afortunado, cuando me cogieron para repartir vino a granel, un trabajo muy duro, por cierto, pero al que no podía permitirme el lujo de renunciar: tenía que llevar unas cubas al hombro y, cuando llegaba a las casas particulares, lo pasaba a las botellas con un embudo. Me daban de propina 5 céntimos; a veces, 10. Estos ingresos extras me ponían loco de contento, porque no contaba con ellos. Me servían para completar lo que me pagaba el dueño, 15 pesetas al mes. 
Lo normal a esta edad es que te cogieran interno. Te daban comida, cama y ropa limpia; pero te pagaban un salario muy bajo. Después de unos meses, llegué a juntar unos pequeños ahorros; ya que, prácticamente, apenas gastaba.
Pero tuve poca suerte. Tanto éste como otros muchos trabajos posteriores, apenas me duraron. Cuando les parecía decían que ya no te necesitaban. Algo así está empezando a producirse ahora con los chavales jóvenes. Entonces imperaba el capitalismo salvaje y ahora vuelve de nuevo. De la noche a la mañana me arrojaban a buscar por todas las tiendas y comercios de Madrid.  Un día y otro día, y otro... 

Así, hasta que me salió el segundo empleo: una lechería en la calle Cabestreros, donde tenía que cargar con unos cántaros de leche enormes, de 20 azumbres (40 litros), para servirlos por los bares y cafeterías de esa zona. El lechero estaba muy contento conmigo, pero la verdad es que era un trabajo matador. De este dueño de la lechería, me quedó el recuerdo de un hombre agobiado por las deudas, y  luchando siempre por salir adelante. Ese año, por Navidad, entró en la administración de lotería de la calle San Millán, a ver si la suerte daba un vuelco a su lamentable economía. Faltaba poco para el sorteo y no quedaba más que un décimo, rechazado por todo el mundo, ya que el número era feísimo. El lechero tampoco lo quiso. Era el Gordo. Se volvió loco, se metió en la cama y estuvo más de un mes sin levantarse.

Uno de los locales por donde iba sirviendo con los cántaros era el café “San Cayetano”, en la calle Embajadores, muy cerca de la plaza de Cascorro. Allí había un chico asturiano, de Luarca, trabajando de pinche en las cocinas. Cada vez que dejaba la leche, hablábamos un rato. Al cabo de un tiempo, este muchacho dejó el empleo para marcharse a Cuba, a casa de una tía que le reclamaba. Entonces, aprovechando, hablé con el dueño del café y le pedí el trabajo que dejaba vacante el asturiano.
Durante cerca de un año estuve de maravilla en mi tercer empleo: ayudante de cocina.  Fue un periodo de mi vida más cómodo, pero no duró mucho. Rondaba ya los diecisiete.


(continuará)

Pepe,  padre (Memorias, capítulo 2º)


8 comentarios:

FLACA dijo...

Sólo he pasado a dejarles un abrazote. Sigo atentamente la biografía, y veo que cada entrega me sorprende más. ¡Después nos quejamos los docentes de qué dura tenemos la vida!.

Pepe, padre. dijo...

Estimada Flaca: estas memorias ponen otra primavera en mi vida a añadir a la que ya de por sí nos toca vivir por estos otros rincones del planeta. Antes de nada, quiero agradecerle el comentario que me deja.

Terminé las memorias a mediados de marzo. Vaya por delante que he disfrutado bastante; pero le confesaré también que no ha sido todo dulce y maravilloso. Ha habido mucho de agrio al destapar y recordar los momentos malos.

Que el tiempo lo cura todo es una verdad a medias. Deberíamos decir más bien, que el tiempo lo anestesia todo y lo mantiene enterrado para que no le amargue a uno el presente. Al menos, eso creo que hice yo con muchas de aquellas cicatrices.

Volver a determinados hechos ha sido duro.

Un abrazo.

mera dijo...

Estupendo, es un pasado vivido y bien contado, como debe ser.

Pato dijo...

A Pepe hijo y a Pepe padre, que vengo a darles un abrazo porque son unos tiernos totales y que tengo muchas ganas de leer estas dos entradas con tiempo.

Así que mañana, mate de por medio, será lo primero que lea en el día.

Un abrazo.

El Tata dijo...

Don Pepe; veremos si esta vez puedo con este engendro de Satanás y me acepta la contraseña. Ayer no hubo caso. Yo también escribí mis recuerdos y los hijos y nietos me obligaron a editarlo en forma de libro. Estoy, estamos esperando sus memorias. Por supuesto que siempre hay, en vidas tan largas como las nuestras, claroscuros. Pero veo que, como yo, usted admira a don Atahualpa. Y él, en una de sus canciones dice; "nunca mirés para atrás, para ver lo que has andado. Miralo a tu corazón, que tiene un mundo guardado de amores y amanecidas." Estoy seguro que no debe haber noche en sus recuerdos,

El Tata dijo...

Como ve, esta aparato me sigue martirizando. Espero me deje terminar; quería decirle que estoy seguro que no debe haber noche en sus recuerdos, por oscura que haya sido, capaz de ensombrecer la luz de sus amanecidas. Me gustaría hacerle llegar el libro de mis recuerdos. Si Ud. me manda su dirección, con el mayor placer se lo envío.

Un abrazo

Bohemia dijo...

Qué barbaridad!!!! Me alegro mucho de leer estas memorias, porque merecen ser conocidas. Una vida de esfuerzo desde temprana edad. Reflejos de una sociedad siempre dura con el más débil...

Cuántos recuerdos...

Ya estoy deseando leer lo próximo. Un gran trabajo de los dos, éste que estáis haciendo. Muchos besos a ambos.

Anónimo dijo...

Qué fuerte Don José, convertirse a los 15 años en el sustento de una familia, pasar por esos trabajos, tantos kilos cargando en su lomo, de verdad le digo que estoy leyendo y la piel se pone de gallina, se lo juro, pero que tremenda admiración me produce su vida y que haya hecho el esfuerzo de contarla, sé muy bien lo que cuesta rememorar, porque a otro nivel, cuando yo solicité la nulidad eclesiástica de mi matrimonio (me la dieron), tuve que escribir y contar lo que había sido mi vida durante 10 años con pelos y señales, y lo pasé fatal, era tan horrible, que cada vez que me ponía a hacerlo, lo dejaba; al final, cuando nació mi hija, me decidí y lo hice, por eso le entiendo tan bien, y ya ve que es pecata minuta.
Un abrazo grande para los dos.