28 de abril de 2011

Un hecho condicionó la guerra que me tocó vivir a mí en aquella brigada sanitaria. Fue al rellenar una simple ficha con el oficio que teníamos antes de incorporarnos al frente. Yo había trabajado mucho en cafés, cervecerías y hoteles, y puse cocinero, un oficio que conocía bien. Las causalidades de la vida hicieron que no hubiera otro en toda la brigada, así que me adjudicaron la responsabilidad de dar de comer a noventa camilleros. Era tanto trabajo que,  al cabo de un tiempo, me pusieron ayudantes para partir leña, fregar los cacharros, etc. de manera que dispuse de periodos para dar alguna vuelta por los montes de la zona y descansar de tanto ajetreo que teníamos a diario. Fueron diecisiete meses que, a pesar de estar a pocos kilómetros del frente, no tuve que pegar ni un solo tiro.

En uno de los paseos que daba por el campo en mi tiempo libre, quedé enganchado en un lazo para atrapar conejos. Hice unos cuantos, iguales a ése, y los puse mucho más lejos, en otra parte del monte. Así, casi todos los días cogía algún conejo, que preparaba muy bien con salsa de tomate, de tal manera que los de la cocina y el botiquín se chupaban los dedos de contentos. Hice mi trabajo con la mejor voluntad, sin ahorrar esfuerzos en la tarea de dar bien de comer a todos sin distinción de rango, por lo que siempre fui una persona querida y apreciada por los compañeros.

A mi destacamento sanitario no le faltaron nunca alimentos, porque no era fácil ajustar las cantidades, ya que era casi imposible saber cuántos enfermos o heridos iban a pasar por allí cada día. Los sábados salía un "Hispano" (una especie de camioneta) para que los milicianos fueran a la capital a mudarse y asearse a fondo. A todos les daba dos panecillos largos para que se los llevaran a sus familias. A la portera de la casa donde yo vivía, que me lavaba la ropa cuando volvía del regimiento, le llevaba, además, un saco de leña de encina. A Chelo, la hermana de Estrella, le mandaba lo mismo, pues sabía de las penalidades que estaban atravesando en el Madrid sitiado y bombardeado, donde no había con qué guisar, ni carbón, ni luz, ni gas…

(continuará...) 

Pepe, padre.
  

19 de abril de 2011

Con la llegada de la República no sólo tuvimos derechos los trabajadores, también se empezó a vivir bien. Aquel gobierno, nada más comenzar, colocó a mucha gente en hacer carreteras y demás obras públicas. Pagaban cinco pesetas diarias, con lo que al menos se tenía ya para comer y los gastos más esenciales. Desapareció la gente de más y ya no había esas caras de hambre por las calles ni esa ropa con las mangas y los pantalones cortos, llenos de "sietes" y descosidos.

En aquellos primeros momentos se hicieron muchas cosas buenas. Entre otras muchas, la apertura de la Casa de Campo (coto de caza de la Corona española), que influyó de manera inmediata en el disfrute de la gente. Pasaron al pueblo dos mil hectáreas de encinas y pinares, cerradas al público. Recojo este hecho por la repercusión personal que tuvo para mí. En la fiesta de inauguración, que se hizo el 1 de mayo, me crucé con Chelo, la hermana de la que luego sería mi mujer. Estrella iba con una amiga algo más atrás. «Estrella, mira: te presento a Pepe» Ella no me hizo mucho caso y siguió. Esa fue la primera vez que nos vimos. Aunque sería más adelante cuando nuestros caminos habrían de cruzarse definitivamente.


Como ya he contado, yo no tuve que recurrir a la obra pública, porque ya estaba colocado en  la cervecería Vinces, un trabajo en el que permanecí durante seis años. Después del juicio pude vivir durante una buena temporada con las 900 pesetas que me dieron, más algo que ya tenía ahorrado. No recuerdo bien cuánto fue -tal vez un año-, lo que pasó entre el cierre de la cervecería y la guerra.  Cuando se produjo el golpe del 18 de julio de 1936, me presenté voluntario para quedarme en Madrid. Al alistarme, nos citaron en los salones Guerrero, en la calle Bravo Murillo, pasado el mercado. Este local pertenecía a la CNT y allí se formó la brigada 39 que dependía de Sanidad.

Mi primera aproximación al frente fue en el Club de Campo, cerca de La Zarzuela. Llevábamos municiones a las avanzadillas de las trincheras y según nos acercábamos, nos iban cayendo los disparos de mortero. Recuerdo que en una de ésas, cayó a mi lado la primera baja, se llamaba José Más, lo recuerdo muy bien, íbamos hablando. «Hoy es sábado, a ver a quien le toca cobrar», le iba diciendo. Se me ha quedado grabado el fatídico momento.


Después de ese primer contacto con la muerte, a mi brigada ya no la volvieron a mandar a las trincheras durante unos días. A mí me pusieron en el botiquín, para repartir la comida y allí me quedé. Al poco tiempo, transformaron aquello en un puesto de Sanidad. Pasaban por allí enfermos y heridos, y había que darles de comer y curarlos. Muchas veces he comido con las manos manchadas de sangre de hacer las curas. No nos daba tiempo a lavarlas ni nos daba tiempo a comer. Los heridos llegaban uno tras otro. Una cosa es contarlo; y otra, pasar por ello.

En esta brigada sanitaria todos procedíamos de Madrid; aunque no éramos madrileños de nacimiento. Al mando estaba un comandante, muy buena persona; pero un pesado empeñado en hacerme teniente. Me negué una y otra vez a ponerme los galones que me ofrecía. Siempre le preguntaba que si era obligatorio; aunque eso no parecía suficiente para hacerle desistir. El comandante me respondía que no, pero que no iba a nombrar a uno que viniera del campo. Hasta que un día le comenté que no era eso lo más importante, que yo ganaba 10 pesetas y no tenía donde gastarlas. «Nombre usted a Aurelio, que tiene cinco hijos», le dije (por desgracia los mandos militares no tenían la sensibilidad social que requería el momento). Y así lo hizo.


(Continuará)


Pepe, padre (capítulo 5º)

13 de abril de 2011


En el año 1930, después de estar un tiempo sin empleo, me salió un trabajo en la cervecería Vinces, esquina a la Glorieta Bilbao. Se trataba de un local muy especial que se prestaba mucho para los encuentros "fortuitos" de parejas, ya que hasta allí venían muchos “peces gordos” por un lado, y mujeres que entraban antes de ir al mercado, por otro. En los alrededores, había varias casas de citas, donde terminaban a la postre estas cuitas, y ellas se iban a la compra con el dinero que habían conseguido de unos inocentes cafés de mostrador. Eran momentos muy duros: mucha gente sin trabajo, mujeres que iban a las tiendas para que les fiaran... En fin... estamos hablando de hambre. Al final de mes, la que podía, pagaba, y la que no podía, seguía debiendo hasta el mes siguiente.  Maldita miseria.


En el plano personal, yo estaba bien; fueron mis mejores tiempos, los más felices. Le cogí mucho cariño a aquel barrio y lo seguí frecuentando pasados los años. Digo que estaba bien; aunque trabajaba un montón de horas extras que, el dueño, un jefazo de los tranvías de Madrid, jamás me quería pagar. Tendría entonces, cuando empecé, unos diecinueve años recién cumplidos. 

Cuando junté algunos ahorros, encargué un traje a medida en una sastrería que se llamaba “Casa Ligero”, próxima a la Fuentecilla.  Allí elegí una tela tan buena que no se terminó nunca; aunque también hay que decir que yo siempre fui muy cuidadoso con la ropa. En aquellos tiempos me costó 75 pesetas, una fortuna. Pasados los años, decidí teñirlo de azul marino para que me aguantase durante otra larga temporada. Entonces se vivía de otra manera. 

Después del trabajo, me pasaba siempre por el bar Ideal, esquina a la calle del Pez y jugaba una partida al billar, donde si perdías, pagabas 60 céntimos (de peseta); aunque yo jugaba bien y pocas veces pagaba. 

(No quiero pecar de presumido, pero he tenido un nivel bastante alto con el taco en la mano. Incluso a mis noventa años, intentaron impedirme la entrada en un Centro de Día para jubilados por envidia, porque ganaba siempre a los de sesenta y setenta; pero eso es como quien dice ayer: dejemos el pasado reciente, que no es el caso)

En el año 1931 se proclamó la República. Aquello fue una auténtica explosión de euforia. La gente se volvió loca de contenta: los coches con banderas, unas para un lado, otras para el otro; chillando, gritando, cantando… El pueblo enganchaba los tranvías a las estatuas y las tiraban al suelo. Sobre todo recuerdo una: la de la plaza Mayor de Madrid. Eso lo presencié en directo. Se trataba del rey Felipe III a caballo. 

En la cervecería Vinces estuve seis años, una enormidad comparado con los anteriores empleos. Sin embargo, al igual que en los otros trabajos, también llegamos un buen día y nos encontramos con los cierres echados. La precariedad parecía una constante, una maldición. Aunque algo había cambiado para entonces: como ya se había proclamado la República, denuncié al propietario. Fuimos otro compañero y yo los que nos atrevimos; pero este chico no se sabía defender y tuve que hacerlo yo solo. De testigos citamos al resto de camareros y al encargado. Hasta el  juicio no supe con seguridad de qué lado estaban. Hablé con ellos antes, y al final dijeron la verdad. La vista se celebró en el Jurado mixto de la Plaza Bilbao. Me preguntaron qué abogado quería que me representara. A pesar de mi edad, contesté que no necesitaba a nadie, que con la verdad me defendía yo solo. Gané el juicio y el dueño fue condenado a pagarme 900 pesetas en concepto de horas extraordinarias. Entonces eso era mucho dinero. Sin embargo, lo más importante es que por vez primera vi como empezaba a ponerse freno a tanto atropello. Esto se lo tengo que agradecer a los partidos que trajeron la República, ya que con los que había antes, los monárquicos, nada de aquello hubiera sido posible.

(continuará)


Pepe, padre (Memorias, capítulo 4º)


La imagen es de Manola Roig,  http://vidapervida.blogspot.com/


6 de abril de 2011

El dueño del Café San Cayetano se llamaba Don Antonio Álvarez, un tipo muy nervioso, que siempre estaba en el mostrador, cara al público, fumando un cigarro puro y arreglándose las uñas. Don Antonio estaba casado de segundas con Carolina, una mujer de Salamanca, que tenía la vivienda en el primer piso, justo por encima del café. Mi empleo de pinche de cocina era un trabajo cómodo comparado con el de repartidor de leche, pero tampoco duró mucho: al cabo de un año, me encontré con el cierre bajado al igual que el resto de los demás trabajadores. Por aquel entonces, la consideración con el obrero llegaba a tal menosprecio que jamás te daban un aviso previo, y mucho menos, una explicación posterior. Sólo esos cierres, bajados de forma inesperada, actuaban de testigos del continuo peregrinar buscando empleo, que ya empezaba a dejar una huella amarga tras uno.

Lo siguiente que me salió fue un trabajo en una carnicería de la calle Magdalena. Se trataba de repartir pedidos a las señoras que lo encargaban por teléfono. Los domingos íbamos a comer a casa de una hermana del dueño que tenía un restaurante cerca de la glorieta Bilbao. No recuerdo nada especial de ese empleo, salvo que el dueño me llevaba de caza para levantarle las piezas; o sea, de perro. Luego,  al cabo de otro puñado de meses, aquella carnicería también fue traspasada, y me quedé otra vez buscando trabajo por todo Madrid. Era en esos momentos cuando más agradecía el poder regresar a la casa de Josefa y Jesús, en la travesía de Las Vistillas, donde siempre tenía un techo y una cama. Muchos gallegos nos juntábamos allí los domingos. Fue así como conocí a Chelo, la hermana de Estrella. Mi mujer aún tardaría años en venir a Madrid.

Por fortuna no prendieron en mí los hábitos de fumar y beber. Gastaba poco. Procuraba tener algo de dinero ahorrado para esos periodos que tenía que estar sin colocación. No tardé en darme cuenta de lo poco que duraban los empleos. Al perder el trabajo se perdía también algo muy importante que iba aparejado con el salario: la comida del mediodía, la cena, etc. Durante estos paréntesis en paro, recaía, a la hora del almuerzo, por una casa de comidas de la calle López Silva, propiedad de una señora de Orense, llamada Pepa, que cocinaba muy arreglado y muy bien. Era un sitio bastante popular, frecuentado por gente obrera, donde se respiraba un ambiente que hoy parecería extraño. Me refiero a una solidaridad que lo impregnaba todo: la manera de vestir, de saludar, de reconocerse en el via crucis de los demás...

Un día, comiendo allí, conocí a un muchacho mayor que yo, que cojeaba algo de una pierna. Era un empleado del Ayuntamiento, muy buena persona, que había estudiado para maestro, pero no pudo terminar la carrera. Siempre andaba cargado con libros. Me enseñó las primeras letras de  manera totalmente desinteresada, sobre aquellas mesas, una vez retirados los platos de la cena.  Fueron dos o tres meses. Gracias a él, pude iniciarme -ya en solitario- en la lectura de todo papel que caía en mis manos.

Y con el tiempo, a fuerza de copiar y copiar, aprendí a escribir.


(continuará)


Pepe, padre (Memorias, capítulo 3º)

1 de abril de 2011


La calle Zurita salía de la calle Santa Isabel y terminaba en la plaza de Lavapiés, en pleno centro de Madrid. El piso estaba en el número 45, esquina con la plaza, y era muy pequeño.
Nada más llegar, el tío de José Antonio, aquel chico que se vino conmigo desde los campos de siega, me acompañó a casa de un matrimonio amigo suyo que eran de Triabá, una aldea próxima a la mía. Vivían en la travesía de las Vistillas, cerca de la plaza de San Francisco y eran muy buena gente. Allí me dieron una habitación por la que me cobraban 17 pesetas al mes; la comida no entraba, pero me lavaban la ropa. Estos paisanos, se portaron muy bien conmigo, y fueron para mí como mis segundos padres. Me trataron como lo cuento. Se llamaban Jesús y Josefa. Para sus hijos fui un hermano más, y eso no tiene precio en las circunstancias por las que yo atravesaba. En las innumerables ocasiones en que me quedé de más en los trabajos (interno en todos ellos), nunca faltó una cama en aquella casa para mí.
A pesar de mis dieciséis años, ese mes de agosto yo había ganado, segando como los mayores, cincuenta duros. En 1927, esas 250 pesetas era una cantidad muy respetable. Nada más cobrarlas, decidí apartar quince pesetas para mí, y el resto se lo mandé a mis hermanos a Pino. Sabía que en mi casa no había un duro y que tras el fallecimiento de mi madre, mis hermanos habían tenido que pedir dinero prestado para pagar a los curas y hacer el entierro.  Parece mentira; pero a mi edad yo era la única fuente de ingresos en metálico de lo que quedaba de mi familia en Galicia.
Fue pasando septiembre. Recuerdo que todos los días madrugaba mucho para buscar trabajo. Recorría un montón de locales al cabo de la jornada, y terminaba con los pies destrozados. El primer negocio donde me supieron dar señas de un empleo fue una taberna que había en la calle del Rosario. Al preguntar allí me dijeron que tenían unos familiares en Carabanchel Bajo en unas bodegas llamadas “El cruce”. Este barrio estaba bastante lejos del centro, donde yo vivía; sin embargo, me consideré un afortunado, cuando me cogieron para repartir vino a granel, un trabajo muy duro, por cierto, pero al que no podía permitirme el lujo de renunciar: tenía que llevar unas cubas al hombro y, cuando llegaba a las casas particulares, lo pasaba a las botellas con un embudo. Me daban de propina 5 céntimos; a veces, 10. Estos ingresos extras me ponían loco de contento, porque no contaba con ellos. Me servían para completar lo que me pagaba el dueño, 15 pesetas al mes. 
Lo normal a esta edad es que te cogieran interno. Te daban comida, cama y ropa limpia; pero te pagaban un salario muy bajo. Después de unos meses, llegué a juntar unos pequeños ahorros; ya que, prácticamente, apenas gastaba.
Pero tuve poca suerte. Tanto éste como otros muchos trabajos posteriores, apenas me duraron. Cuando les parecía decían que ya no te necesitaban. Algo así está empezando a producirse ahora con los chavales jóvenes. Entonces imperaba el capitalismo salvaje y ahora vuelve de nuevo. De la noche a la mañana me arrojaban a buscar por todas las tiendas y comercios de Madrid.  Un día y otro día, y otro... 

Así, hasta que me salió el segundo empleo: una lechería en la calle Cabestreros, donde tenía que cargar con unos cántaros de leche enormes, de 20 azumbres (40 litros), para servirlos por los bares y cafeterías de esa zona. El lechero estaba muy contento conmigo, pero la verdad es que era un trabajo matador. De este dueño de la lechería, me quedó el recuerdo de un hombre agobiado por las deudas, y  luchando siempre por salir adelante. Ese año, por Navidad, entró en la administración de lotería de la calle San Millán, a ver si la suerte daba un vuelco a su lamentable economía. Faltaba poco para el sorteo y no quedaba más que un décimo, rechazado por todo el mundo, ya que el número era feísimo. El lechero tampoco lo quiso. Era el Gordo. Se volvió loco, se metió en la cama y estuvo más de un mes sin levantarse.

Uno de los locales por donde iba sirviendo con los cántaros era el café “San Cayetano”, en la calle Embajadores, muy cerca de la plaza de Cascorro. Allí había un chico asturiano, de Luarca, trabajando de pinche en las cocinas. Cada vez que dejaba la leche, hablábamos un rato. Al cabo de un tiempo, este muchacho dejó el empleo para marcharse a Cuba, a casa de una tía que le reclamaba. Entonces, aprovechando, hablé con el dueño del café y le pedí el trabajo que dejaba vacante el asturiano.
Durante cerca de un año estuve de maravilla en mi tercer empleo: ayudante de cocina.  Fue un periodo de mi vida más cómodo, pero no duró mucho. Rondaba ya los diecisiete.


(continuará)

Pepe,  padre (Memorias, capítulo 2º)