El primer aniversario de la muerte de Saleta quedamos con Xéxpir para ir a Corrubedo. En aquella ocasión, la tarde, siempre silenciosa, se había ido escondiendo tras las rocas y la noche nos había pillado de improviso. Chumpéter, con su alter ego de economista, marchaba todo el camino delante de nosotros, murmurando para sus adentros al amparo de la poca luz de su cigarro. Supongo que –al igual que yo– no podía soltarse de los recuerdos con que llevaba anudada la garganta: unos recuerdos complementarios, que nos ataban a los tres como reos.
Xéxpir me preocupaba menos, ya que su salto personal al vacío se había producido con antelación. De los labios de ambos no salía ni la más mínima palabra mientras bajábamos los peldaños naturales de piedra arrancados al acantilado por los temporales. Tampoco yo abrí el pico, pendiente como estaba de cada detalle de sus reacciones. Por eso me di cuenta enseguida que, al llegar abajo y situarse frente al océano, Xéxpir me miró con desolada tristeza. Miró después aquel entorno y, con todo en los ojos, se fue despidiendo en círculo hasta humillar la mirada contra el suelo en un punto de la arena a su costado, como un torero que arroja la montera. En ese momento pude darme cuenta de que las piernas apenas le sostenían y me puse más cerca. Lo supe porque los bajos de sus pantalones, siempre cortos, bailaban. Pasados unos instantes, alzó de nuevo la mirada como si quisiera comprender la muerte de Saleta definitivamente y se marcó una perorata acerca de lo que se ha podido tener a la vista y no se ha visto. Luego calló, en la seguridad de que si pronunciaba una sola frase más, la que fuera, todo habría perdido el sentido cuya vigencia estaba clamando a gritos el corazón común que compartíamos. Fue entonces cuando Chumpéter aprovechó para afearle con aquellos versos de Calderón (“Cuando tan torpe la razón se halla, mejor habla, señor, quien mejor calla”), dando lugar a una desagradable trifulca cuya réplica me amenaza cada año por estas fechas.
Creo que no había escrito nunca nada acerca de ese día que tuve que separar a Xéxpir y a Chumpéter. Aquella noche fue como si dos toros se adentrasen en el mar, corneándose en mi presencia hasta tal punto que poco les faltó a ambos para ahogarse y ahogarme de paso a mí con ellos. Desde entonces me veo con cada uno por separado, como sabiamente hacía la intuitiva Saleta.
Todo lo que ella y yo pudimos disfrutar antaño tuvo siempre este claroscuro de ambivalencia, que acompaña y a la vez empaña mis recuerdos.
Codorníu.