24 de octubre de 2009


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Qué cosas tan distintas se esperan del otoño. Para unos es fuego cromático; para otros, frío. A algunos les da alegría y calor, otros sólo suspiran y recuerdan. Unos desean conservar su pasado, otros quieren -como si pisaran sobre brasas- el olvido.
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En otoño se muere y se vive por dentro principalmente. Se quiere compartir con todo el mundo; pero, a la vez, se quiere guardar con avaricia. Hay otoños de todos los colores, para todos los gustos; y seguro que hay alguno que se parece más al que tú sientes. En eso andamos cada uno: pintando nuestro propio cuadro, donde lo subjetivo nos hermana.

Para mí es una burbuja hecha para ser explotada en voz baja, un cigarrillo a solas en un banco con los iguales acogidos a media mirada de distancia; o quizá, una taberna con público invisible. Eso también me sirve. Lo que importa es sacarlo de los libros y decirlo como quien inhala. Escuchar para adentro, porque son muchos los rumores que te contestan si eliges las mejores palabras para nombrarlo, para interpretarlo; para que no se diga sólo de una manera, como quieren algunos, los del pensamiento único y maldito. Aquél que intentó convencernos que el capitalismo era el único sistema viable, el menos malo de todos los posibles. Por el contrario, el otoño -como estado interior que es- lleva metido dentro música, pasmo y ese dudoso titilar que tienen las estrellas.

Porque además de contar palabras que caen de los árboles y pisar hojas secas, resuenan muchas otras cosas.

La canción de Serrat que Saleta adoraba, por ejemplo.

Codorníu.
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14 de octubre de 2009

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Me cuesta pronunciar la palabra "cerrar". No me cuadra. Mis amigos se despidieron en otoño. El dolor fue tan inmenso, me lo recuerda tanto, que yo no puedo hacerlo. Siempre, por estas fechas, se me pone amarillo el corazón. Cerrar es como la savia que no llega a las hojas. Dije que no lo haría nunca. Defendí los descansos, las pausas, lo provisional... el cansancio tuyo, el mío, nuestros desalientos comunes compartidos. Hablamos sobre esto. Sobre lo absurdo de lo definitivo, del vacío permanente que deja un portazo. Sólo la muerte nos pone de rodillas. Nos desmonta las suaves transiciones. La muerte, y el desencuentro que hay en la vida real, ésa en la que creo cada vez menos. Por respeto a ti, sé que debía decir algo. Aunque no sé muy bien cómo ni qué. Tal vez, encuentre las palabras deshilachadas en los próximos días, pero nunca de forma inesperada. Eso (lo de irme yendo despacio), sí me cuadra. Agonizar es algo muy fuerte, incluso aplicado a lo virtual. También mueren los blogs según los dueños. Lentamente, en mi caso. Por tanto, no diré nada drástico. Sobre todo, no diré adiós. Además, nunca supe hacer bien eso. Creo (cada vez estoy más seguro) que me moriré sin cambiar bruscamente. Ya es hora que me conozca un poco. En mi vida hay tantos atardeceres... Tantos, como estaciones de trenes. Por eso no puedo evitar que en este momento el alma me resuene a despedidas, a pañuelos, a ventanillas, a andenes... Ahora, por ejemplo, me encuentro en ambos mundos (en el tren y en el suelo): dudando; con un pie en el primer peldaño de la estrecha escalera metálica y con el corazón, dividido, agarrado al acero frío de la barra. Colgando, en la otra mano, la maleta vacía.
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Lo siento.
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Codorníu.
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4 de octubre de 2009


Hoy, Mercedes se ha fundido definitivamente con su pueblo



En esta época oscura, donde es tan fácil confundirse, perderse y quedarse en el laberinto para siempre... volver a ti, escucharte, aunque sea en el día de tu pérdida, es ver esa luz en la palma de la mano, que unos pocos encendisteis para todos nosotros, los trabajadores del mundo.

Hasta siempre, hermana.

Codorníu.
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1 de octubre de 2009

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Estoy en una mesa, en un rincón donde sólo mis ojos murmuran frente a un espejo que vuelve profundo lo cercano. Me froto las manos como si las tuviera heladas. Sé que no es el frío del local, sino la ausencia de proyectos.

(El mar, distante como un eco ondulado me dice: Alcánzame mi copa, ¿quieres?)

Para sumirme en el olvido he abandonado las gafas en casa. A veces, no es suficiente para despistar a los recuerdos. Por eso me echo un colirio que agranda mi pupila y entro en tabernas desconocidas donde todo es ajeno. Se trata de una versión adaptada de aquello de vendarse los ojos y jugar a dar vueltas a la gallina ciega.

Es inútil, no obstante. Harto de las mareas previsibles, vuelvo la cabeza hacia el lado contrario: tintineo de estribos que el viento arranca a un galopar sobre las dunas de Corrubedo. Las manos tapando los oídos, aún me llega -desde mi infancia remota- el olor de un candil de parafina. Y con el olor, esa expresión perpleja que me venía en los genes.

Las metamorfosis siempre son lentas.

Codorníu.
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