3 de enero de 2015



"Andábamos sin buscarnos; pero sabiendo que andábamos para encontrarnos."         

(Julio Cortázar, Rayuela)

‘El hombre sin móvil’ se ha preguntado muchas cosas en estas noches de jolgorio, apoyado en la barra del bar de la estación Central de su pueblo. Tiene la costumbre de pasar por allí a tomar la penúltima y, después de tirar la basura en los cubos, hacer algo por sí mismo antes de que termine un día más: las estaciones son lugares que ni pintados para eso. Quién sabe si en el viento, se dice, sigue grabado aquel mensaje de Bob Dylan, que le recordó en el pasado que viajar era también caminar al contrario de toda esta locura.

Y ha sido así, de esta manera tan fortuita, como coincidió en la barra con esa mujer de agua mineral y lágrima –curioso aperitivo para introducir a la portadora de aquella pequeña botella de plástico– que, al igual que él, también hacía garabatos en servilletas.

No era alguien conocido. Ni siquiera era su propio rostro en el espejo como otras noches. Era una persona gris que, pasado algún tiempo, se levantó del taburete y se marchó. Eso (o sea, nada) fue todo lo que pudo retener de su vida; aunque ‘El hombre sin móvil’ –a consecuencia de una cicatriz muy especial que captaba a la perfección ocasiones como ésta– se abalanzó sobre aquellas celulosas olvidadas, antes que el camarero las barriese al suelo con la mano automática y ciega de su oficio de plancha y margarina.

Poca cosa contenían aquellas bolitas arrugadas: sólo dibujos para matar el tiempo. Salvo una, la última, que decía textualmente: "Tienes que aprender a olvidar; pero, sobre todo, tienes que aprender a recordar. Que no te pase como a mí: que no he sabido hacer bien ni lo uno ni lo otro"

¿Quién era? ¿A quién se lo decía? ‘El hombre sin móvil’ no pudo preguntárselo. Pero sabe de sobra que hay circulando por ahí una literatura que no acepta las normas. Que no pasa por las editoriales, porque está convencida que no hay semillas que puedan engañar al cuervo en su sabiduría. Este, al menos, sigue confiando en que nunca consigan los cubos y los cepillos suficientes para borrar ese dolor pintado por todas las paredes, tapias y servilletas de tantos mundos internos ignorados.

‘El hombre sin móvil’ espera, además, que quede todavía algo de tiempo antes que a tipos como ellos les encalen los morros, o les pongan servilletas de esparto por los mostradores, o se den cuenta de lo peligrosa que puede ser su memoria.

Y, por último, aunque no cree, reza porque esto sea un tiempo circular, como el de los estoicos; para que la esperanza de volver a encontrarse con aquella mujer de la botella de agua mineral que escribía en servilletas de papel, nunca se pierda...

(Servilletas de Nochevieja -un cuento de Navidad recuperado.)
Codorníu.