27 de julio de 2013






Este julio saqué unas cuantas servilletas -de esas que recojo por los bares en invierno- y me senté a leerlas junto a la ventana. De esta manera "conocí" a Benbow, un tipo como Chumpéter, que me esperaba con los sesos salpicados a sus pies cual agujas de pino esparcidas. «Tiene que haber más gente como él ahí afuera», pensé cuando acabé con la última bolita y lo perdí entre las pavesas y la volatilidad de los heterónimos. Vana ilusión, inútil esperanza la de querer compartir un trecho entre los no-existentes; nuestras mentes -si pudieran llamarse así- continúan pasando indolentes por lados diferentes del cristal. Si acaso, cruzamos unas miradas fugazmente y seguimos cada uno por su cuenta.
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Confieso que ya no me gusta deshacer bolitas; me canso de ver como somos todos, como es imposible sustraernos al cómo fuimos. Con las mismas pisadas fruncimos un hilván de palabras parecido a las huellas: puntos suspensivos en la arena insinuando apariencias, interpretando signos aquí y allá, dando palos de ciego sin saber absolutamente nada de la vacuidad que todo lo nutre. 

Por eso tardo tanto en volver a abrir más servilletas. ¿Para qué? Como Octavio Paz, yo tampoco hallo nada al otro lado cuando el abanico cierra sus imágenes. Como mucho, junto fuerzas con las tablas de algún nuevo naufragio y aguardo la desilusión anunciada. Sé que cada año me espera un septiembre en la playa, que me deja bracear exhausto desde el altamar del curso escolar, y luego vuelca el reloj de arena nada más rozar mis dedos las piedras y las conchas de la orilla. 

Cumplí todos los papeles que me adjudicó el guionista: papeles grises, de reencarnado corrientito, de humano desnortado, todos...  Y aunque protesté (que alguna vez lo hice), no dejé nunca de subir la bola. Allí -donde tocase el disfraz- estaba yo, como Sísifo, andando por el arcén de la cuesta que hay dentro de esta apariencia, sin pedestales que añadiesen un par de palmos al maniquí desnudo que oculta otra muñeca rusa más. En su interior, una colección de presentes imperfectos, de labios temblorosos similares a bocas de mina abandonadas y óleos reblandecidos hasta lo abstracto, bajan brincando con las pupilas nubladas por blancas cataratas incurables.

Un día se lo leí a Lacan: «Lo externo son meras proyecciones». Me da cuerda evocarlo. Me da para seguir unos días. Es algo más que una hipótesis: me ayuda a relativizar sobre esto que parece tan real, tan objetivo. En mi mente salto la mampara de cristal hacia la espumosa vereda donde hace cuarenta años había una barca lejana. Una vez más estoy viendo de nuevo el mar azul contra la arena blanca. 


Agosto se resiste a morir -¿Cuándo no es agosto?-, despierto destemplado en la playa... el sol ya no calienta. Saleta, detallista y pendiente, me sugiere al oído la siesta entre las dunas. Ahora, que siento algo de frío y cuento por noches el tiempo, me frota los hombros con sus manos calientes. No sabe cuánto lo agradezco. No sabe.

Me vuelvo agradecido. Esbozo una sonrisa... Nadie: el mar queda a mi espalda tan lejos... 

(Pienso: A veces, se oye fuera y es dentro)

Siempre es dentro -corrijo- Se lo leí a Lacan.

PD) También leí en una de esas servilletas que si el final no es feliz es que no ha terminado aún del todo.

Codorníu.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué grande eres Pepe, cómo me gusta leer sin pedestales, desde el alma, esa inmensa que tienes. Te recordé en Francia, mucho.
Estuve en Lyon en un hotel que sé te encantaría, subiré fotos, y sabrás porqué.

Te abrazo amplio

mangeles dijo...

Jjejej..."me da cuerda evocarlo"....que bueno. Ya sabes que yo me pierdo un poco leyéndote en conjunto jejej, pero siempre encuentro frases que me llegan....

Nunca olvido aquel "gris pena" de las contraventanas de los balcones de Madrid, que todos a los que se lo cuento "reconocen sin dudar".

Un besazo