26 de marzo de 2011

He esperado a cumplir los cien años para escribir mis memorias. La verdad es que nunca me lo había planteado; pero este hijo mío, es un pesado y al final me ha traído un cuaderno tamaño folio y un bolígrafo nuevo, y con la primavera entrando por la ventana, no me he podido negar. Veremos qué sale.

Nací en el año 1911, en una aldea de Galicia llamada Pino (la iglesia parroquial donde me bautizaron se puede ver en la foto), perteneciente al ayuntamiento de Cospeito, provincia de Lugo. Soy el penúltimo de cinco hermanos. A los dos años, me quedé sin padre y mi madre pasó muchos trabajos para sacarnos a todos adelante. De los pocos recuerdos tempranos, tengo uno imborrable: según íbamos creciendo la ayudábamos todo lo que podíamos.  Este afán no sé si existe en los tiempos que corren. En aquel entonces, la vida en nuestra tierra consistía en ir a deslomarte a casa de los ricachones a cambio de las gracias. Parece una ironía; pero era una boca menos que pedía pan ese día. Otras veces pasabas una jornada cortando leña de sol a sol a cambio de un cesto pequeño de patatas. El dinero jamás se manejaba como pago. Si acaso: "Ve ahí y llévate algo de leña". Qué infancia. Entonces sí que se podía hablar de miseria y de pasar hambre. 

En estas condiciones, me convertí -a tan temprana edad- en emigrante, pues en Galicia no había donde ganar una peseta. En aquellos tiempos, marchaba mucha gente de nuestra tierra a segar a Castilla, a 500 kilómetros. La primera vez, vine con once años siguiendo esta posibilidad, ya transitada por mi hermano mayor. A esa edad que yo tenía, sólo se podía trabajar de "atador". Algo es algo, pensé sin dudarlo. Unos pocos años más tarde, ya me admitieron como segador. Debía tener catorce, más o menos. El mayoral se encargaba de contratar el trabajo, que se alargaba un mes más o menos. En total, estuve segando seis años. Aún recuerdo el desayuno que nos daban: en una cazuela echaban agua, vinagre y aceite. Allí mojábamos trocitos de pan. A mediodía, en medio de los surcos, comíamos una olla que nos traían con algo parecido (recalco con ironía lo de parecido) al cocido madrileño; por la noche, pan y queso.

Segábamos de día; y de noche, cuando había luna. Lo hacíamos así, porque cuanto antes termináramos, más pronto volvíamos para nuestras casas. Dormíamos al raso, sobre la tierra. Poníamos paja en el suelo y nos tapábamos con una manta. 

En el año 1927, mi hermano ya dejó de ir a las siegas, a raíz de casarse. Tenía yo dieciséis años y tuve que venir solo, sin saber lo que me esperaba: justo en ese mismo año, estando segando en Móstoles, me mandaron la noticia de la muerte de mi madre. Tal fue la pena que recibí cuando me llegó la carta, que no había consuelo para mí.  El dolor de regresar a casa y que no estuviera ella, que era lo que más quería,  me llevó a tomar la decisión de quedarme en Madrid. "Esperaré la suerte o lo que me depare el destino", le dije a un amigo de una aldea cercana, que estaba en mi cuadrilla.  Y él me dijo que se quedaba para acompañarme, que tenía unos tíos en la calle Zurita, esquina a la plaza de Lavapiés.

(continuará)

Pepe, padre (Memorias, capítulo 1º)