30 de junio de 2009

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Ya estoy de vacaciones,
pero este año no puedo salir.
Stop.
Preparado para la renuncia
reviviré, de buen gusto, las del pasado año.
Stop.
Si al recordarlas, me repito, hacédmelo saber
al ritmo del son.
Stop.
Por ejemplo: "Qué entrada más buena,
qué entrada más buena,
más-bueenaaa...
Pero cómo me suena,
cómo me suena,
có-mo-me-sue-
naaaaa..."
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Jeje...
Os mando esta postal, desde la Cuba
que hay en mi corazón.
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Y con este guaguancó de Sabina,
para todos vosotros,
mi Habana...
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Altavoces a tope:
¡despegamos!
Stop.
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Codorníu.
(El guaguancó es un tipo de rumba, que se originó en Cuba a raíz de la abolición de la esclavitud en la Isla en 1886. El guaguancó representa una fusión de varios rituales profanos afro-cubanos conocidos como rumbas. Las otras dos variedades importantes son el yambú y la columbia. Los bailadores del guaguancó se mueven al ritmo de los instrumentos de percusión rodeados de un coro dirigido por un solista, que realizan una coreografía altamente erótica. El hombre va en busca de la mujer con fuertes movimientos pélvicos muy expresivos. Ella a su vez, lo evade y rechaza, hasta finalmente someterse a sus avances. El acto final significando la conquista realizada se conoce como el vacunao. La gran mayoría de los guaguancós eran composiciones anónimas. Las más antiguas datan de finales de la era colonial española en la Isla y se conocen como "rumbas del tiempo de España". A pesar de sus ritmos netamente africanos, el guaguancó revela ciertas influencias españolas, especialmente en sus manifestaciones flamencas y de las décimas campesinas en los textos. El guaguancó surgió cuando los afro-cubanos intentaron cantar flamenco)
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27 de junio de 2009

Ella, que se conformaba con escuchar a la hora de la cena lo que se colaba por los patios de luces en los descansos de un sencillo batir de tortillas, ahora está de nuevo sola, reñida con el pasado, y buscando la manera de ganarse la vida por caminos donde sabe que los demás no la encuentran ni la necesitan. Como siempre, no dispondrá de mucho tiempo; el imán de este juego absurdo hará que -tarde o temprano- tropiece con alguien que haga sombras chinescas en las paredes de su corazón: lo sabe, y tiene que aprovechar al máximo este breve paréntesis sin dioses.
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Pero antes que el abrazo de una tenaza machacona la obligue a vivir de nuevo con la mente en el yunque, la mujer que salió de aquella mujer, da un paseo junto al lago del Retiro, y se va deteniendo -al atardecer- ante las imágenes cosificadas que le devuelve el agua. Una a una, despacio, muy lentamente, se va despidiendo de todas.
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Por último, corta de una pedrada esa quimera alargada del “uno más uno” que enhebra la memoria. Y cuando el estanque al fin se llena de ondas, siente que ya está lista de nuevo para ser, sin más, la suma de muchos pasos y de muchos otros…
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Medio anestesiada por esa libertad -y por la botella de Havana que ha robado en un híper-, se duerme en un banco al borde del verdín donde emergen los ojos de una rana inmóvil. Al despertar, siente a su lado el aliento recurrente de otra vida similar a la suya: un príncipe de los desastres que la mira encantado desde un saco de dormir azul claro, su color favorito.
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Ese mero concepto (un holograma producido por su propia mente) la toma de la mano hasta una cafetería de cuento de hadas donde les sirven para desayunar otro naufragio anunciado con la leche templada: un desencuentro más que sumar al amargo currículum de yoes.
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Codorníu.
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21 de junio de 2009

Alguien estornudó bajo los soportales. De unos meses para acá siempre hay unos tipos que pasan la noche allí, como pueden: sobre cartones aplastados, cubiertos con papeles de periódico y tumbados sobre las frías aceras locales. Esa imagen es del dominio público, todo el mundo lo sabe.
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"Que lo sepa todo el mundo" no es un consuelo, porque yo no puedo seguir como si tal cual. Algo hay por aquí dentro, que también sirve para explicar las enrevesadas relaciones que han llenado de bruma mi corazón: un denominador común, que mi Galicia de Breogán me instaló de serie; tal vez, una brisa que trae y lleva una antigua nostalgia, te la muestra un momento... y luego, más tarde, la esconde.
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(Quizá la tapa con periódicos... como a esos tipos de los soportales, decía Saleta)
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De su mano, vuelven muchas contradicciones borrosas y un sólo cuerpo consciente de sensaciones, que -como un jarrón con agua- aún da soporte a este ramillete abierto de yoes que me parece a mí que soy yo.
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Será por eso, que los rayos de sol no han durado mucho tiempo. La mecedora paró varias veces, fuerza de rozamiento le llaman los físicos. Yo prefiero soñar que despertaba siempre, porque entraba la luz de una mañana blanca, brillante y resplandeciente, que me hacía achicar los ojos. Los charcos plateados evidenciaban, no obstante, un reciente pasado de lluvias, tan persistente, que todavía se descolgaba algún goterón aislado procedente de los canalones de nuestros respectivos interiores. En el mío, al menos, un pájaro empapado quedaba vibrando unos segundos, sacudiéndose el agua sobre una ramita baja, cuando -de este lado de la cristalera- seguía con la vista a esa figura ambivalente (fruto del desencuentro) que cruzaba la plaza despacio, balanceando una maleta sin ruedines..
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A partir de ese día, peregrinaba -en busca de mi parte fugada- por invocadas tabernas; tan amadas, como pudo Kavafis sentir las suyas de Alejandría. Ensamblándolo todo, su ausencia.
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Codorníu.
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19 de junio de 2009

Muchas gracias por tu existencia.

14 de junio de 2009

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Esta semana me armé de valor y estuve viendo las fotos que Saleta guardaba en cajas de zapatos. Buscaba la imagen de aquel día que la reconocí entre una nube de humo con una copa de Havana delante. Nos la hizo debajo de un farol un tipo de esos que aún tenía una cámara antigua con trípode. Habían pasado algunos años desde aquella vez que Yailene me dijo que no acudiría más al andén del metro de Sevilla. Fue una despedida por teléfono, como si nos fuéramos a ver al día siguiente; aunque yo sabía que sólo un milagro nos volvería a poner en caminos comunes. Por eso nos hicimos la foto: para saber que no era un sueño...
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Estaba apoyada en el mármol veteado de un mostrador en Malasaña, donde entré buscando cambio de un billete para el autobús. Me acerqué a saludarla sin todavía dar crédito; por primera vez la veía sin las gafas oscuras que ocultaban sus ojos de ardilla. Lo que leyó en los míos la impulsó a decir rápidamente:

–No te pongas triste. Dicen que ahora bebe la juventud. A veces me da risa.

A su edad, sólo frecuentaba locales de jazz; porque –decía– que si no, era como si te presentaran ciudades que nunca has pisado; como si te encontrases de pronto en polígonos de fábricas suburbanas sin paradas de autobús que te pudieran sacar de allí; asustada y sola bajo la marquesina, a punto de que te pasara de todo… en la cabeza de los demás, resonando aún los golpes de las porras.

Intenté convencerla (sin estarlo yo) que dejase esa lucha farragosa que mantenía con el pasado. Pero por lo que me dijo cuando nos despedimos, supe que había sido del todo inútil:

–Quizá un día me encierre en un local de éstos y mire el mundo por el agujero sucio de unos ojos de buitre con el móvil pegado al oído. No quieras engañarme con eso de recuperar los años perdidos. Aquello que no ha de llegar, ni se huele ni se ventea. Más allá de mis narices no sé que puede haber.
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Codorníu.
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9 de junio de 2009

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Han sido unos días muy duros, sobre todo por la disciplina impuesta por los médicos y las enfermeras; pero Chumpéter ha salido al fin del hospital deseando retozar a tope, aunque sin tener claro el cómo se concretaría todo eso.
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Sin embargo, nada más llegar a casa, muy débil todavía, ha recibido la visita de un policía municipal que le ha entregado un librito azul con toda la normativa relativa a las elecciones europeas. Y con todo ese papeleo, ha venido también un impreso oficial donde le comunican que ha sido nombrado para formar parte de la mesa en calidad de primer vocal.
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Como compensación le prometen sesenta y un euros con veinte céntimos, que el Estado procederá a pagarle por las catorce horas de inmovilidad tediosa a que estará sometido obligatoriamente.

Chumpéter no es militar ni policía. Tampoco mayor de sesenta y cinco años ni personal sanitario de guardia. Por suerte no es un discapacitado. Ni tiene una boda, un bautizo o una comunión. Podría alegar, eso sí, que tiene una enfermedad crónica existencial que a punto ha estado de costarle la vida, concepto que le exime; pero le acaban de dar el alta, y no le parece serio hacer eso.

Así que Chumpéter madruga el domingo, y me pide que le acompañe al colegio dichoso por si le flaquean las fuerzas en el camino. Allí recoge carnéts, lee nombres en voz alta, y pone cruces al lado de apellidos que busca hasta que se le nubla el abecedario.
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Continúa cumpliendo, no obstante, sin decir nada a nadie. Apretando los dientes, como en una contrarreloj, sin traslucir la más mínima queja ni muestra de cansancio.

A las ocho de la noche, por fin, cuenta papeletas, rellena impresos y hace cola en los juzgados para entregar unos datos que encima le ponen mal cuerpo.
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Al llegar al portal de su casa, su cara es la viva imagen de una gárgola lista para manar agua cuando, escaleras arriba, ya nadie le vea.
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Codorníu.
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(No le he podido dejar solo. Estuve con él hasta ahora, ¿normal, no?)
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