La vida subjetiva (la vida a secas) viaja en un tren de madera que se detiene en estaciones por las que ya no pasa.
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Lo que ocurre del otro lado de la ventanilla es un viaje simétrico, tan genial e invisible como un mandala de colores ocultos.
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Esta semana, mi ordenador de alfarero -da igual si hubiesen sido las mareas- me ha devuelto un trozo de alguien que pude ser yo mismo.
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Los que entráis desde siempre os sonará este texto (escogido expresamente), que a mí me sigue conmoviendo.
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Perdón por repetirme.
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«¿Qué es lo que se revela con tanta nitidez desde las soledades veteadas de un mostrador de mármol, mientras las lágrimas de todo un hombre caen en un vaso de cerveza semivacío?
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Me he hecho esa pregunta esta noche -que he visto algo así en un bar- a la salida de la estación Central de mi pueblo. Y es que, a veces, cuando salgo a pasear, después de tirar la basura, doy la vuelta por delante de esa estación, porque quién sabe si en el viento sigue habiendo un mensaje que nos recuerda que viajar también es caminar al contrario de toda esta locura.
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Me he hecho esa pregunta esta noche -que he visto algo así en un bar- a la salida de la estación Central de mi pueblo. Y es que, a veces, cuando salgo a pasear, después de tirar la basura, doy la vuelta por delante de esa estación, porque quién sabe si en el viento sigue habiendo un mensaje que nos recuerda que viajar también es caminar al contrario de toda esta locura.
Ha sido así, de esta manera que cuento, como he coincidido en la barra con ese hombre de caña y lágrima (curioso aperitivo para un tipo que ni siquiera respondía al textil del sesenta y ocho) que, sin embargo, tenía para mí todo el crédito del Banco Mundial de mi corazón, porque garabateaba en una servilleta de papel algo de lo suyo... eso sí: mal controlado por su mirada húmeda.
No era alguien conocido; no penséis. Ni siquiera era mi rostro en el espejo, como otras noches. Era un corazón gris que, pasado algún tiempo, se levantó del taburete y se marchó. Eso -o sea, nada- fue todo lo que pude retener de su vida; aunque yo -a consecuencia de una cicatriz muy especial que capta a la perfección ocasiones como ésta- me abalancé sobre sus celulosas olvidadas, antes que el camarero las barriese al suelo con la mano automática y ciega de su oficio de plancha y mantequilla...
Poca cosa contenían aquellas bolitas arrugadas: sólo dibujos para matar el tiempo. Salvo una, la última, que leo textualmente: "Tienes que aprender a olvidar; pero sobre todo tienes que aprender a recordar. Que no te pase como a mí: que no he sabido hacer bien ni lo uno ni lo otro"
¿Quién era? ¿A quién se lo decía? ¿Tal vez a un hijo, a un amigo, a sí mismo...?
No pude preguntárselo. Confío -ya que sólo eso me queda- que mientras la semilla engañe al cuervo, no todo estará perdido. Por ahora, los mercados aún no han decidido si ocultarnos o no a la vista de los consumidores. Nos toleran -a este hombre, por ejemplo, y a mí- e incluso saben sacar rentabilidad a nuestras singladuras. Pero... ¿tendrán los cubos y los cepillos suficientes para borrar nuestro dolor pintado por todas las paredes, tapias y servilletas del mundo que yo conozco?
Esperemos que no; o que quede todavía algo de tiempo antes de que nos encalen los morros, o nos pongan servilletas de esparto por los mostradores, o se den cuenta de lo peligrosa que puede ser nuestra memoria.
Yo rezo para que nos quede, al menos, un tiempo circular como el de los estoicos; y que la esperanza de volver, nunca se pierda...»
Codorníu
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