29 de agosto de 2008

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Dice una cita budista que “conocerse a sí mismo, es olvidarse de sí mismo”. Aquí, donde estoy, la cobertura hace que la gente salga fuera a hablar (a los patios, a las terrazas, al borde de la playa) y la brisa te lo acerca todo, o casi todo, la mayor parte banalidades, “Dale un beso a Paco, Loli; mañana nos vemos”, por ejemplo. Y eso que te trae el aire se cruza con una gota que llega volando, sesgada, solitaria, hasta un pequeño zaguán desde donde me entretengo observando a unos gatos recién nacidos a cada sonido nuevo que perciben. La madre (qué paciencia), si lo encuentra familiar, se relaja y vuelve a achicar los ojos, como diciendo: “Mierda, las gotas son cada vez más gruesas”. Los gatitos (siempre midiéndose entre ellos), escapan desconcertados hacia las tupidas matas que separan ambos patios.

Hace viento; un aire denso, pesado. "Todos deberíamos tener al menos dos salidas", dice alguien hablando por el móvil desde la azotea de enfrente. Las pisadas (alguien pasa por delante del patio donde escribo) vuelan, y se acercan o se alejan por el aire. Las que se oyen (las mías, por ejemplo) separan también un momento que escapa de otro que llega. Palabras, tal vez un poco apresuradas (hay cosas que no pillo), que se cuelan a codazos en este atardecer incrustado de piezas de puzle sueltas. Son frases entrecortadas... como si quien fuera se hubiese metido para dentro y volviera (de pronto) casi a mi lado, junto a unos gatos de apenas quince días, que levantan la cabeza al oír el mínimo ruido. No sé por qué esta gata del Cabo de Gata escogería este lugar. Ahora mismo sigue con los ojos cerrados (entornados, más bien); aunque yo creo que ve, que puede ver cómo por detrás de ella asoman (y se vuelven a esconder) sus gatitos enredados en la obsesión de pillarse los rabos. No se separan para nada en su afán de andarse tanteando. Al tiempo que juegan, se echan pulsos a todo y por todo. Alguien pasa muy cerca arrastrando los pies y los animales arquean los lomos respectivos... algo que a su edad tiene mucho de juego. Yo estuve presente en la primera sorpresa de sus vidas: el ruido de un aspersor en el patio vecino. Ese día apenas podían sujetarse sobre unas patas flácidas y temblorosas. La gata (que desaparece de vez en cuando) no estaba. Por ejemplo, ahora; que se ha ido hace poco. Creo que está buscando un nuevo sitio. Y como vino, se irá.

Hoy he renunciado al mar por escribir. Como él, voy y vengo. Está cada vez más claro que no elijo. Con este viento, ni el mar es soberano. Por la orilla, en los días normales, siempre fluye una brisa que lo vuelve todo menos brusco, menos agitado. Así era más fácil estar afinado con la quietud de la tarde. Entonces se nota como la playa queda aún más silenciosa. Se cierra un maletero de golpe: ¿vacaciones terminadas? Quizá no; tal vez, empiecen. Hay quien llega ahora porque es más barato. El sonido de las ruedas de una maleta señala más bien a esto último como lo más probable.

Pero cada vez queda aquí menos gente y es raro que alguien arrastre una silla de plástico de esas de terraza, o se escuche el agua de una ducha al golpear la cortina de plástico. Tampoco pasa ya mi vecino y dice “no te estreses, Pepe; tú, tranqui”. Aunque si me fijo, hoy (que hay bandera roja) puedo escuchar el arrastre de las piedras en la orilla (cercano, muy cercano, como si fuese aquí mismo). Y de fondo, casi parejo, el batir de la ropa del tendedero de otros o el choque sutil de un anillo al tocar descuidadamente una barandilla metálica con la mano.
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Ha vuelto la gata. Se da cuenta de que la miro y me mira. Cosas que pasan. Cuántas cosas que no vemos, que no oímos, o que las vemos de forma retroactiva cuando ya llevan ahí un tiempo latiendo bajo el cielo plúmbeo, indefinido y revuelto de finales de un verano mediterráneo.

De este lado de mis narices, de este lado de mis gafas de cerca, nada sé de la niebla cotidiana, ni de la trama silenciosa que entrevera las notas musicales del invierno. Como anticipo vuelven a caer otras gotas, esta vez más gruesas, tamaño moneda de dos euros. En la parte del patio que sirve de entrada van apareciendo (cada vez más juntos) lunares oscuros en el suelo. Algunas gotas se atreven a meterse bajo el borde de la mesa, mojando mis chanclas. De mí mismo, ni rastro. Qué bien.
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Cabo de Gata, acabando agosto.
Codorníu
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15 de agosto de 2008

(“…la mer, la mer, toujours recommencée…”, sentía Paul Valéry. Y así, Carpentier que adoptó la cita. El mar o la mar, como igual le daba a Alberti. Porque te engulle y te arroja saturado de vértigo… o te mece y acuna suave... suave… cauterizada la mirada, rayada por la nostalgia de ver como la Habana se aleja en una balsa de columnas bailando sobre el oleaje.

“...la mer, la mer, toujours recommencée…” besando suave -o a veces desesperadamente- su amada y rubia arena. O enhiesta y feroz, esculpiendo los acantilados rebeldes, casi eternos...

La Habana... siempre volviendo a comenzar)


En un lugar donde se alzaba un gran morro -ideal para carenar las naves y protegerlas de un fuerte vendaval que les venía azotando-, atracaron los españoles. A dicho puerto, y por las circunstancias de haber carenado allí sus naves, lo llamaron Puerto Carenas.

.Pero una de esas mañanas que siguen a las tormentas, salieron de exploración por la isla, y allí, en una peña, sentada, vieron la más hermosa india que podían imaginar. Su larga cabellera, negrísima como el azabache, parecía como un manto que cubría todo su cuerpo color del bronce, y que ostentaba un brillo especial porque se acababa de bañar en una cascada, y se había sentado a secarse con el aire fresco y el calor del sol en lo alto de una peña. Entonces un oficial se dirigió a la hermosa joven y le preguntó:


-¿Quién eres, bella india?

-Habana -contestó dignamente.

-¿Cómo se llama este lugar?

-Habana -volvió a contestar.

-¿Quién es tu padre?

-Habanex -contestó orgullosa, y al parecer sin temor.

-¿Cómo te llamas, di?

-Habana -repitió claramente la indígena.

-Pues desde hoy este lugar se llamará La Habana.

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La india hizo un gesto circular del contorno, repitiendo:

-Habana, Habana.

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Y tocándose el pecho como en el gesto de yo, repitió:

- Habana.

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Cada día volviendo a empezar,

Codorníu.
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1 de agosto de 2008

Nosotros vivimos en un modelo de sociedad de usar y tirar, donde las cosas son hechas calculando su duración adrede. Qué os voy a contar: le llaman “la sociedad de consumo”, y según los últimos estudios serios, necesitaríamos cinco planetas como el nuestro para mantener -con esa filosofía y al ritmo actual- este nivel de explotación de los recursos.

En Cuba, en cambio, lo arreglan todo. Pero todo. Da igual lo que sea: un vestido, un frigorífico, un coche, unos zapatos… Cuando tiran algo es que ya no hay manera. Comparado con el párrafo anterior, no es de extrañar que esta isla encabece la lista de países donde se cumple eso del “desarrollo sostenible” ¡Y en medio de un bloqueo económico asfixiante! Increíble, ¿no?

Uno de sus problemas principales es el impresionante (no podría describirlo con palabras) déficit de transporte. Ni que decir tiene que los coches particulares son escasísimos, que el transporte público es inexistente fuera de las grandes ciudades (para que luego nos quejemos aquí); y que la gente se traslada como puede haciendo “botella” de forma masiva: todo un espectáculo de grupos, familias enteras, y demás... espera en cada cruce de carreteras con una paciencia infinita.

Es cierto que es difícil encontrar carne de vaca en los mercados. Que casi todo es cerdo y pollo. Que la vaca sólo se puede comer en los restaurantes del estado utilizados mayoritariamente por los turistas. Que en los “paladares”, está prohibida, dada la escasez. Pero no hay que olvidar la importancia que tiene la leche en la manutención infantil donde está subvencionada hasta los siete años. Y si no fuera por darle gusto al turismo, no creo que sacrificasen ni una res.

Es muy común encontrarse licenciados universitarios por todas partes desempeñando otras tareas. Aunque la educación es gratuita, la gente (una vez acabada su carrera) tiende a buscar empleos que le permitan estar a tiro de piedra del turista, que es la principal fuente de ingresos para el estado, y de paso, para los que trabajan con ellos y les dejan propinas.

En relación con esto, me llamó la atención la cantidad de dinero B (o negro) que manejan los cubanos (en general). Es curioso como se buscan las mañas para “inventar” algo al margen de los 300 o 400 pesos cubanos (20 ó 25 euros, al cambio) que estipula homogéneamente el gobierno como salario mensual. Y cuanto más cerca estés del turista, más dinero negro.

No hay que raspar mucho para dejar al descubierto la idea que tienen de lo magnífico que es el capitalismo. Por lo que pude ver, esta quimera hace estragos entre la gente. Asocian “turista” con el ciudadano europeo, americano, etc. en general, sin ver los “otros” habitantes que –en nuestros países– remueven en las basuras de los híper a la hora del cierre cuando nadie les ve, o aquellos que malviven para llegar a fin de mes, o los que llegan por los pelos...

Ya termino. La palmera debería ser el árbol típico de este país. Pero, no. El emblema vegetal de Cuba es el flamboyán. Una especie preciosa que os muestro en la foto de esta entrada, y que me dejó alucinado con sus flores que, como veis, son de color rojo anaranjadas, junto a hojas verde brillante.

Pues bien. Por la carretera, entre dos de estos flamboyanes, colgaba -el día que me venía, camino del aeropuerto José Martí- una pancarta de grandes dimensiones. En ella se podía leer: “Aquí no necesitamos transición
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¿Será por dignidad?
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Codorníu
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